Luego de cumplirse, el año pasado, 75 años de la fundación de la Contraloría General de la República, es imperativo reflexionar sobre su papel como garante superior del buen uso del patrimonio público. Esta conmemoración no solo invita a reconocer sus aportes, sino también a emprender con valentía las reformas necesarias para adecuarla a los retos, principios y valores de los tiempos actuales. No obstante, cualquier reforma debe estar guiada por el objetivo de fortalecer esta institución y llevarse a cabo mediante los procedimientos establecidos en el Estado de derecho.
¿Qué es la Contraloría? De acuerdo con el artículo 183 de la Constitución Política, es el órgano superior de control de la Hacienda Pública y el rector del sistema de control y fiscalización interno y externo del patrimonio público. Es un órgano de jerarquía constitucional, auxiliar de la Asamblea Legislativa, que cuenta para el desempeño de sus labores con absoluta independencia funcional y administrativa.
Lo anterior significa, por un lado, que la Contraloría debe garantizar mediante variados instrumentos de fiscalización que se cumplan los objetivos políticos, económicos, sociales y culturales plasmados en la Constitución.
Por otro, que la Contraloría está obligada a rendir cuentas permanentemente a la Asamblea Legislativa respecto de sus actuaciones o inacciones en el ejercicio de sus competencias. En este sentido, es fundamental recordar que la Contraloría no es una “república independiente” inmune a los controles: como órgano auxiliar del primer poder de la República debe someterse a su evaluación y responder por sus actuaciones y, si es del caso, también ante los Tribunales de justicia. En el Estado de derecho nadie escapa de los controles.
En el contexto actual, es necesario reformar y fortalecer la Contraloría General de la República a partir de las siguientes premisas:
Las funciones de la Contraloría son de una complejidad y relevancia tales que resulta poco razonable delegar su dirección a una sola persona. Un modelo de conducción colegiada, compuesto por un órgano de tres miembros (tal vez un tribunal de cuentas), podría ofrecer múltiples ventajas: mayor deliberación, autocontrol entre los miembros y mayor resistencia frente a presiones externas. Este esquema, similar al que existe en otros países, permitiría decisiones más equilibradas y transparentes.
El control previo realizado por la Contraloría debe ser eliminado en todas sus formas. ¡Sí, se tiene que eliminar! La Contraloría no debe tener competencia siquiera para decidir si se compra un bollo de pan para un comedor escolar. Un asunto así de pequeño y específico compromete su imparcialidad. El control previo desnaturaliza las competencias del órgano contralor: lo convierte en juez y parte, comprometiendo la imparcialidad del control posterior. La eliminación de esta práctica fortalecería la independencia y eficacia de la fiscalización, al evitar que la Contraloría evalúe decisiones en las que tuvo participación inicial.
Es crucial otorgar a la Contraloría la potestad de nombrar a los auditores internos de las instituciones públicas. Actualmente, estos auditores dependen administrativamente de los jerarcas de las instituciones, quienes los nombran y regulan. Esto genera una debilidad estructural, ya que el auditor podría sentir un compromiso hacia quien lo designó y, por ende, limitar su capacidad de fiscalización. Aunque existen excepciones ejemplares, esta reforma fortalecería la autonomía de las auditorías internas y garantizaría una fiscalización más efectiva.
La Contraloría debe emitir una directriz clara que prohíba cualquier práctica de coadministración, delimitando con precisión las funciones de la administración activa y las del control fiscalizador. Mientras la administración ejecuta las acciones para alcanzar los objetivos constitucionales y legales, la Contraloría y las auditorías deben concentrarse en evaluar, de forma “concomitante y a posteriori”, la ejecución de dichas acciones. Este deslinde contribuiría a evitar conflictos de competencias y garantizaría la eficiencia y eficacia de ambos roles: el de la Administración y el de la Contraloría.
Por último, es urgente cambiar la equivocada idea de que el control es una función exclusiva de la Contraloría y de las auditorías internas que se lleva a cabo al final de los procesos. El control no es un fin en sí mismo, sino una herramienta de trabajo para la buena gestión de los asuntos públicos. Una herramienta que se debe poner en marcha desde el mismo momento que se idea una política pública para evitar “chambonadas”.
La administración activa debe asumir una responsabilidad primaria en el control de sus propios actos, ejerciéndose en todas las etapas de los procesos que desarrolla. De implementarse este principio, se prevendrían errores, improvisaciones y gastos innecesarios en la ejecución de políticas públicas, de las cuales se obtiene poco o ningún beneficio social o económico.
En conclusión, la celebración del 75.° aniversario de la Contraloría General de la República es una gran ocasión para destacar los valiosos aportes que esta institución ha hecho al país como órgano rector del control superior de la Hacienda Pública. Asimismo, es una oportunidad única para repensar y fortalecer su funcionamiento, adaptándola a las exigencias y desafíos de los tiempos actuales.
Alex Solís Fallas es abogado constitucionalista