Los resultados de la reciente encuesta de Unimer para La Nación sobre la actitud de los costarricenses frente al país y a sus familias debe mover al Gobierno y a la Asamblea Legislativa a hacer las cosas mejor. Estos datos deben ser no solo motivo de complacencia, sino de estímulo y acicate de responsabilidad.
Las publicaciones hechas en estos días, en este periódico, reflejan un sentimiento de esperanza, máxime si se comparan estos resultados con el decaimiento observado y verificado en años anteriores. En general, los encuestados valoran bien al Poder Ejecutivo, al Poder Judicial, al Tribunal Supremo de Elecciones, y a otras instituciones públicas, así como a la Asamblea Legislativa. Destacamos el ascenso de esta en la consideración de la gente frente a la baja valoración obtenida en años anteriores. Debe recalcarse, con todo, que se trata de una percepción, reforzada más por la esperanza de un cambio en el país, tan ansiado, y por el nuevo estilo y la composición del gobierno y de la Asamblea Legislativa que por el testimonio de resultados tangibles, difíciles de mostrar en pocos meses, pero que no por ello deben dilatarse.
Los encuestados opinan que el país ha mejorado (del 1,8% al 18,5%), con respeto a noviembre del año pasado, y, en cuanto a su visión futura, el 21,3% estima que, dentro de un año, estará mejor. En noviembre del 2006, este porcentaje era del 10,7%. Los resultados difieren, positivamente, en lo tocante a la situación personal y familiar. El 25, 3% se siente mejor, en agosto del 2006, en relación con noviembre pasado, contra el 17,5% de noviembre hacia atrás. En cuanto al futuro, el 40,8% opina que estará mejor dentro de un año. En noviembre del año pasado, solo el 26% vislumbraba una situación personal o familiar más alentadora. El número de personas que entrevén un futuro menos halagador pasó del 41,5% al 24,1% .
Estos datos deben relacionarse con los problemas que más agobian a los costarricenses. En esta oportunidad, la preocupación principal gira alrededor del crimen, la violencia, la drogadicción y, en general, la inseguridad ciudadana, que supera levemente la angustia económica. Fácil es, entonces, concluir que el Gobierno debe prestarles eminente atención a estos desafíos sociales por responsabilidad constitucional y para corresponder a las esperanzas que los ciudadanos han depositado en él, según se colige de la encuesta citada. No se trata precisamente de una cuestión coyuntural o de la reacción ante una investigación social, sino de un doble problema social, que constituye la piedra de toque de la mayor parte de los Gobiernos en nuestro mundo de hoy.
Posiblemente, la diferencia entre el mayor optimismo personal o familiar de los encuestados y el desánimo ante el futuro del país se origine en la conciencia de que, si bien la violencia no ha tocado las puertas de las personas o de las familias, representa, sin embargo, un problema social concreto y generalizado. La prensa, además, da cuenta diariamente de su escalada, del refinamiento creciente de los métodos empleados por los delincuentes y del mayor ensañamiento en los actos delictivos, lo que, a la luz del descalabro del Ministerio de Seguridad Pública en estos ocho años, nos ofrece una pintura lúgubre en el campo de la seguridad de bienes y personas. Tampoco debemos desentendernos de noticias tan angustiantes como la publicada anteayer, en este periódico, sobre la embestida de las pandillas o “maras” en Guatemala, El Salvador y Honduras. Estos fenómenos sociales no se improvisan. Se van creando paulatinamente en un ambiente de pobreza, de exclusión, de ineficacia política y desesperanza. Quedamos todos avisados en cuanto a las ilusiones de la gente y al peligro del incumplimiento.