El conocimiento, en cualquiera de sus formas y contenidos, no conoce ataduras, ni miedos, ni esclavitudes: de allí su importancia en la evolución de las sociedades. Los países cambian, y las personas también, gracias a los enriquecimientos parciales, constantes y suce-sivos, en el acervo de saberes teóricos y prácticos del que disponen.
Los muchos conocimientos –no solo los académicos y formalizados, sino también los implícitos y empíricos– se encuentran diseminados y coordinados en la vida económica, política y social, sin necesitar, para ello, de un planificador central que privilegie unos en vez de otros. Desde esta perspectiva, el vocablo “conocimiento” engloba mucho más que los pensamientos aprendidos en las aulas; comprende, por ejemplo, las habilidades y destrezas de las personas y las experiencias familiares, comunales y laborales traducidas en ideas, valores y pautas de comportamiento.
Fase de transición. El enunciado anterior adquiere particular relevancia en nuestro tiempo, cuando los órdenes económicos y sociales, al menos en Occidente, se encuentran inmersos en una fase de transición hacia un tipo de sociedad – postmoderna, postcapitalista o hipercapitalista– caracterizada por el incremento del valor agregado del conocimiento asociado a los avances científicos y tecnológicos.
Ahora bien, el incremento de ese tipo de valor agregado debe reunir, para ser exitoso, dos requisitos: primero, basarse en la evolución diferenciada de los países y no en una imposición unilateral globalizada, y, segundo, propiciar una reforma educa-tiva que involucre los contenidos formativos, los marcos administrativos y financieros que los envuelven, y las metodologías y técnicas de enseñanza. En este punto, para el caso costarricense, el reto es mayúsculo e implica un cambio para el cual buena parte de las personas hoy ocupadas en educación no parecen estar preparadas ni bien dispuestas.
Existen, por ejemplo, cuatro vacíos asociados a los sistemas formales de educación que afectan negativamente el incremento del valor agregado del conocimiento, a saber: el desfase de los contenidos formativos respecto a los requerimientos científicos y tecnológicos del entorno, el débil desarrollo de la propia capacidad científico-tecnológica, la dualidad humanismo-ciencia y los sistemas administra-tivos en extremo centralistas e ineficientes.
¿Cómo superar estas insuficiencias? No es fácil, ciertamente, sobre todo debido a los intereses personales o de grupo que se nutren de ellas y a las culturas institucionales conservadoras contrarias a la innovación y temerosas al cambio; pero, sin duda, su necesidad terminará abriéndose paso hasta lograr, como mínimo, lo siguiente:
Erradicar los sesgos en detrimento de la educación técnica y científica.
Universalizar el acceso de la infancia y la juventud a la Internet.
Intensificar y extender la formación en ciencias básicas.
Intensificar y extender la formación en idiomas extranjeros.
Elevar la inversión pública y privada en investigación.
Fortalecer y generalizar las destrezas asociadas a la resolución de problemas, el uso de computadoras y la utilización de las matemáticas.
Crear estructuras administrativas flexibles y descentralizadas que reduzcan el extremo centralismo imperante y eleven la eficiencia.
No se trata, por supuesto, de construir un país de tecnócratas y cientificistas, “bárbaros especialistas” –como los llamaba Ortega en La rebelión de las masas–, incapaces de situarse emocional y conceptualmente en contextos más amplios que los señalados por su especialidad, pero tampoco de continuar nutriendo la cultura del “bárbaro generalista”, acostumbrado al uso y abuso de lenguajes vacíos y alambicados, sin base empírica y sin consecuencias prácticas.