MADRID – Sin duda, la retirada estadounidense de Afganistán merece crítica. Crítica severa. En términos de imágenes —que valen más que 1.000 palabras— los afganos desesperados apiñándose en el aeropuerto de Kabul permanecerán en nuestra memoria, además del atentado mortal contra la multitud allí reunida. Este final de una presencia militar —una guerra en términos clásicos— impopular, con sus terribles consecuencias humanitarias, ha sido el resultado de una suma de errores de cálculo político por parte de sucesivos gobiernos estadounidenses.
En Europa, la descomposición y caída inmediata del gobierno afgano que el Occidente apoyaba ha precipitado una avalancha de reproches y acusaciones. Sin perjuicio de ello, el regreso de los talibanes al poder ha actuado de desencadenante de una creciente inseguridad en el propio seno de OTAN respecto a su futuro y la relación transatlántica más en general. Sin embargo, la traducción en acciones de este estado de ánimo es, al día de hoy, incierta.
Para la Unión Europea (UE), el examen de conciencia geopolítico es una enfermedad crónica. Habitualmente los brotes concluyen en declaraciones audaces y visiones esperanzadas de autonomía estratégica, una aspiración que recorre Europa desde los años noventa —si no antes— pero que estos últimos años ha cuajado en un discurso de urgente intensidad y relevancia.
Estas visiones inspiran a menudo vehementes interpelaciones de reforma, en las que Francia suele llevar la voz cantante. Pero no duran. El desacuerdo dentro de la UE y, sobre todo, entre los estados miembros de la OTAN (motivado en parte por una aversión cultural al gasto en defensa), ha erigido sistemáticamente insuperable barrera.
Ejemplo lacerante, los denominados «EU Battlegroups»: unidades militares de despliegue rápido, dentro del marco de la Política Común de Seguridad y Defensa de la UE. Alcanzaron la «plena capacidad operativa» en 2007, pero por desacuerdos internos, jamás han pasado del papel.
El debate y reflexión actuales parecen seguir esta pauta discursiva. Antes de que los últimos vuelos de evacuación partieran de Kabul, las autoridades europeas —instituciones comunes y capitales— ya estaban lanzando nuevos llamados a la autonomía estratégica. Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, dijo que la retirada tenía que ser una «llamada de atención» que alentara a la UE a «invertir más en seguridad y desarrollar la capacidad de pensar y actuar en términos estratégicos».
La debacle de Afganistán justifica, sin duda, una actuación consistente europea —no solo reflexión—. Como observó Borrell, el momento y la naturaleza de la retirada de Afganistán fueron decisión exclusiva de Estados Unidos. Es decir, pese a sus promesas de renovar los compromisos internacionales y las relaciones de Estados Unidos con sus aliados, el presidente Joe Biden ha dado otra muestra —muy principal— del giro aislacionista su país.
Lejos del entusiasmo por la elección de Biden que marcó el inicio de su presidencia, los europeos interiorizan que no cabe esperar que Estados Unidos recupere su papel de liderazgo internacional mientras no cure sus heridas internas. La administración Biden ha adoptado una «política exterior para la clase media», supeditada a una profunda división en el plano interno. Y es improbable que esto vaya a cambiar en lo inmediato. En Estados Unidos, pocos defienden hoy un involucramiento internacional.
Y sí, la unilateralidad de Biden en la toma de decisiones respecto de Afganistán justifica una reflexión estratégica integral sobre la relación de Europa con Estados Unidos. Pero en absoluto absuelve a los europeos de responsabilidad por la caótica retirada. Los aliados europeos de Estados Unidos tuvieron abundantes oportunidades para cuestionar los planes de retirada de la administración Biden, en particular, en la cumbre de la OTAN en junio. No lo hicieron.
De haberlo hecho, Europa no hubiera tenido herramientas con que respaldar su posición. Las fuerzas europeas ni siquiera pudieron mantener abierto el aeropuerto de Kabul sin apoyo de los Estados Unidos. No hay lugar para ilusiones: la UE carece de capacidad para proyectar una visión estratégica independiente. Y la principal razón es la falta de voluntad política, vinculada, por cierto, a la asignación escasa de recursos financieros.
La cuestión gira en torno al cálculo político, común en Europa, también de los correspondientes electorados, respecto del valor de la independencia estratégica y de su precio contante y sonante. Hay muy distintas percepciones en Europa de este valor. El precio está fuera de discusión: alrededor de $818.000 millones al año. Es la diferencia entre el presupuesto de la OTAN (un billón de dólares) y lo que la UE gastó en defensa en 2019.
Este coste no está contemplado: el presupuesto de la UE para 2021, destina 13.000 millones de euros ($15.300 millones) a seguridad y defensa. Para alcanzar una auténtica autonomía estratégica, el bloque tendrá que dar pruebas de una voluntad política hoy inexistente. Destaca que estamos en una coyuntura particularmente favorable a una reflexión activa y propositiva. No solo por la perspectiva de un nuevo tsunami migratorio, sino para evitar que Afganistán vuelva a erigirse en refugio de terroristas; que pondrían a prueba la seguridad fronteriza, la estabilidad política y la capacidad de llevar adelante misiones humanitarias de Europa.
En cualquier caso, una auténtica autonomía estratégica todavía tiene mucho más de ideal a largo plazo que de objetivo factible a corto plazo. Felizmente, la UE puede conseguir más autonomía a la par de (y a través de) un aumento de la cooperación militar con Estados Unidos. Pese al giro aislacionista de este país (que no ha pasado inadvertido en China y Rusia) es incontrovertible que los grandes intereses estratégicos son comunes de ambos lados del Atlántico. Recordárselo a Estados Unidos, y alejarlo de su actual rumbo hacia el aislacionismo, tiene que ser una prioridad para la UE.
Y este planteamiento debería presidir la elaboración de la «brújula estratégica» de seguridad y defensa de la UE, de la que conocemos poco. Y sin duda debe configurar las acciones de la UE antes y durante la próxima cumbre que celebrará la OTAN en junio en Madrid, en la que la alianza deberá acordar el próximo «Concepto Estratégico» (documento otrora secreto que se actualiza cada diez años las metas y objetivos generales de la organización).
Pero en última instancia, Europa no se convertirá en un actor de peso en política exterior, con un nivel de influencia geopolítica a la altura de su economía, mientras no modifique sus prioridades presupuestarias, lo que significa desviar recursos del gran objetivo común: el estado de bienestar. Y está por ver que los europeos acepten un cambio de esta naturaleza.
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
Copyright: Project Syndicate, 2021.