En un comentario reciente, John H. Cochrane, miembro sénior de la Hoover Institution, sostiene que el «riesgo financiero climático» es una falacia. Su llamativa premisa es que el cambio climático no plantea una amenaza al sistema financiero global porque todos ya saben que el cambio climático —y la eliminación gradual de los combustibles fósiles, necesaria para combatirlo— son episodios que están en marcha. Cochrane considera que la regulación financiera relacionada con el clima es un caballo de Troya para una agenda política de otra manera impopular.
No estamos de acuerdo. Por empezar, deberíamos reconocer el contexto en el que surge la regulación. Con respecto a la política climática, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático ha sentado las bases con su sexto informe de evaluación, que concluye con un alto grado de certeza que el clima de la Tierra está cambiando y que la causa son las actividades humanas.
El ecologista William Ripple, coautor de otro estudio reciente de «signos vitales» planetarios, va más allá: «Existe una creciente evidencia de que nos estamos acercando o ya hemos traspasado los puntos álgidos asociados con partes importantes del sistema terrestre».
A diferencia de la crisis financiera global de 2008 —cuando los bancos que tomaron riesgos excesivos fueron rescatados y cuando la regulación financiera global fue revisada a la luz de nuestra novedosa manera de entender los mercados financieros interdependientes—, el cambio climático no mitigado conducirá a una crisis con resultados irreversibles.
El interrogante, según señala Cochrane, es si la regulación financiera relacionada con el clima puede o no hacer algo para ayudarnos a evitar esos desenlaces. Si bien la respuesta es compleja y actualmente incompleta, diríamos que sí puede. De hecho, vale la pena implementar una regulación financiera para mitigar el riesgo climático porque los riesgos son demasiado altos para dejar que lo perfecto se vuelva enemigo de lo bueno.
Consideremos algunos de los argumentos sobre el riesgo financiero sistémico y los eventos climáticos extremos. En primer lugar, nos dicen que el riesgo de «activos bloqueados» —particularmente activos de combustibles fósiles— se volverán parte de la realidad y serán asumidos solo por los inversores. Sobre este punto, Cochrane señala, y de manera pertinente, que las inversiones en combustibles fósiles siempre han sido riesgosas. Pero, ¿podemos razonablemente decir que la prevalencia de esta fuente de energía debería dejarse en manos exclusivamente de los actores del mercado o que sólo los inversores asumirán los costos?
Aunque el consumo per cápita de combustibles fósiles en países como Estados Unidos y el Reino Unido ha caído desde 1990, el consumo total ha crecido drásticamente en otras partes, aumentando un 50% a nivel global en los últimos 40 años. En 2020, China y la India eran los dos mayores productores de energía de carbón del planeta: dependían del carbón para 61% y 71% de su electricidad, respectivamente. Sus economías, y las de muchos otros países en desarrollo, simplemente no resistirían una reducción precipitada de la energía de combustibles fósiles.
Cochrane también sugiere que no hay ninguna posibilidad validada científicamente de que los eventos climáticos extremos vayan a causar crisis financieras sistémicas en la próxima década, y que los reguladores, por ende, están impedidos de evaluar los riesgos en los balances de las instituciones financieras en un horizonte de cinco o diez años. Pero la simple magnitud del desafío nos debería hacer reconsiderar las dimensiones temporales de la regulación.
Si las alzas de temperatura han de mantenerse dentro de los 2° Celsius de los niveles preindustriales este siglo, aproximadamente el 80% de todo el carbón, un tercio de todo el petróleo y la mitad de todas las reservas de gas no se deben quemar. Todo el petróleo del Ártico y lo que queda de las arenas petrolíferas de Canadá —el mayor depósito del mundo de petróleo crudo— deben permanecer en el suelo, prácticamente a partir de ahora.
Finalmente, se dice que la regulación tecnocrática de las inversiones climáticas no puede protegernos de puntos de inflexión no modelados. Pero esta opinión simplemente ignora la profusa literatura sobre economía climática. En este terreno, el trabajo del economista y premio Nobel William Nordhaus es ampliamente referenciado. Su Modelo Integrado Dinámico del Clima y la Economía (DICE por su sigla en inglés) ha influido en el propio modelado de puntos de inflexión de muchos científicos y economistas, y el gobierno de Estados Unidos ya se basa en estos «modelos de evaluación integrados» para formular políticas y calcular el «costo social del carbono».
Esta interdependencia entre la economía, las normativas, la política, la opinión pública y la regulación debería ser familiar a partir de la crisis de 2008. El peligroso sobreapalancamiento que generó esa crisis era un secreto a voces; pero quienes estaban en condiciones, tanto desde un punto de vista político como cultural, de hacer algo al respecto negaban el riesgo sistémico que planteaba. Se puede encontrar el mismo negacionismo en el debate climático. Según el Centro para el Progreso Estadounidense, 139 miembros del actual Congreso de Estados Unidos (109 representantes y 30 senadores; una mayoría del caucus republicano) «han hecho declaraciones recientes que arrojan dudas sobre el consenso científico establecido y claro de que el mundo se está recalentando —y que la culpa recae en la actividad humana—».
Cochrane defiende de manera elocuente el argumento de que los responsables de las políticas deberían concentrarse en crear respuestas políticas coherentes y científicamente válidas para el cambio climático y el riesgo sistémico financiero por separado, en lugar de implementar una regulación financiera climática. Pero no se trata de una elección entre una y otra cosa. Necesitamos ambos tipos de políticas y necesitamos coordinación entre las dos áreas.
Por lo tanto, deberíamos ver con buenos ojos la estrategia que está tomando el Consejo de Supervisión de la Estabilidad Financiera de la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, que ha reunido a importantes reguladores y les ha encargado la tarea de impedir que se repita la crisis de Wall Street de 2008. Yellen ha dicho que utilizará este organismo multi-regulador como su principal herramienta para evaluar los riesgos climáticos y desarrollar las políticas de divulgación necesarias para pasar a una economía de bajo consumo de carbono.
Por más ilógico que pueda ser, la regulación financiera relacionada con el clima podría dar paso a una nueva forma de responsabilidad política, haciendo responsables a los gobiernos y a los individuos (electos y no electos) de sus decisiones. Esa responsabilidad estuvo claramente ausente antes y durante la crisis de 2008. Con voluntad política, pensar seriamente en regular el riesgo financiero climático podría abrir un debate fructífero para una acción similar en todos los frentes políticos desatendidos.
Karl Schmedders es profesor de Finanzas en el Instituto de Desarrollo Gerencial. Rick van der Ploeg es profesor de Economía y director de Investigación en el Centro Oxford para el Análisis de Economías Ricas en Recursos en la Universidad de Oxford.
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