El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, el niño malcriado del ámbito político británico, está actualmente envuelto en un ‘escándalo muy británico’. Ese es, precisamente, el nombre que lleva la reciente miniserie de televisión de la BBC que se basa en el infame caso Argyll v. Argyll del año 1963, y al igual que en dicha serie lo que está en juego es un divorcio de alto nivel. Sin embargo, en este caso, la posible ruptura es de naturaleza política. Y, el aparente escudo de teflón de Johnson muestra, finalmente, da señales de desgaste.
El 31 de enero, un informe preparado por la funcionaria pública Sue Gray puso de manifiesto «fallas de liderazgo y juicio» con relación a las reuniones sociales que se celebraron en el número 10 de Downing Street en un momento en que el gobierno de Johnson imponía estrictas restricciones debido a la pandemia de la covid-19 en el resto del país. El informe de Gray fue remitido para que la Policía Metropolitana lleve a cabo mayores investigaciones.
Se están analizando a fondo al menos 12 reuniones sociales en las que se compartió «vino y pastel», y se sabe que a varias de ellas asistió Johnson. A raíz de las revelaciones, más de una docena de diputados conservadores han presentado cartas de censura contra Johnson (54 cartas de este tipo desencadenarían un voto formal de censura entre los diputados del partido Conservador). Además, cinco de los principales ayudantes del primer ministro, incluida entre ellos Munira Mirza, la confidente de larga data de Johnson, a quien a menudo se la denominaba como «el cerebro de Boris», dimitieron. Los llamados para que Johnson se vaya suben cada vez más de tono e intensidad.
Lo menos que se puede decir es que Johnson no es un personaje ajeno a la polémica. Anteriormente dijo que las mujeres musulmanas que llevan burka parecen «buzones de correo», e insinuó que la tragedia ocurrida en el estadio de fútbol de Hillsborough en el año 1989 donde murieron 97 aficionados del equipo de fútbol Liverpool, había fomentado una cultura del victimismo en esa ciudad.
Pero recientemente la popularidad de este «hombre del pueblo», quien en las elecciones generales de 2019 logró que los conservadores obtuvieran su más abultada mayoría parlamentaria desde la época en la que Margaret Thatcher lideró el partido en la década de 1980, se ha hundido. 72% de los votantes piensan que debería dimitir, su índice de aprobación se ha desplomado a un sombrío 22%, y en la actualidad en las encuestas los conservadores se sitúan por detrás de los laboristas con un margen de más de diez puntos.
Por supuesto que la buena suerte de los políticos aumenta y disminuye. Pero, ¿por qué la participación relativamente inocua, aunque desacertada, de Johnson a una o dos veladas sociales podría sellar su destino? Al fin y al cabo, Johnson ya ha gobernado durante una época en la que en su país ocurrieron el mayor número de muertes por covid-19 en Europa, se llevó a cabo un Brexit fallido, y hay corrupción de alto nivel, además, se puede citar un largo historial de comportamientos desagradables.
Como la mayoría de los líderes populistas, Johnson se ha especializado durante mucho tiempo en jugar con las emociones de los votantes. En su calidad de uno de los primeros promotores de las «noticias falsas», utilizó el espacio que se le brindaba en publicaciones como The Daily Telegraph, The Spectator y GQ para escribir artículos de opinión en las que propugnaba teorías conspirativas euroescépticas que aludían a las inseguridades de aquellos deseosos de defender la ‘britanidad’. La verdad no se constituyó en ningún obstáculo para él, como por ejemplo cuando comparó el afán federalizador de la Unión Europea con un esquema hitleriano, o acusó a la UE de querer regular todo, desde la curvatura de los plátanos hasta el tamaño de los condones. En todo momento, se retrató a sí mismo, a menudo literalmente, como un hombre común y corriente, como un afable británico que maneja bicicleta y que tiene el pelo alborotado, o como un hombre genuino y bonachón que tiene afición por los autobuses londinenses.
Seguir las reglas
Pero con el «Partygate», Johnson está desafiando el más británico de todos los valores: seguir las reglas. Desde el inicio de la pandemia, la policía ha emitido más de 100.000 «avisos de sanciones fijas» en Inglaterra por incumplimiento de las restricciones impuestas debido al coronavirus, generalmente por infringir la prohibición de celebrar pequeñas reuniones sociales. Los ejemplos varían dentro de un amplio rango: van desde lo cómico, multas de £400 ($550) por considerar un paseo con una taza de té en la mano como un «picnic» hasta lo trágico, como en el caso de Sarah Everard, a quien un oficial de policía secuestró, violó y asesinó después de acusarla de infringir las reglas relativas al coronavirus.
El abogado Adam Wagner ha contado cerca de 100 cambios de reglas durante la pandemia, mismos que se produjeron, en promedio, cada cuatro o cinco días. En gran medida, los británicos han mantenido la compostura estoica que los caracteriza, tal como puso de relieve el diputado conservador Aaron Bell en el Parlamento, y tal como atestiguan muchos relatos personales; los británicos incluso fueron separados de sus seres queridos mientras ellos se encontraban en sus últimos días de vida. La imagen de la Reina Isabel II de abril de 2021 a quien se la ve sentada sola en el funeral de su esposo, el Príncipe Felipe, capturó vívidamente dicho temple.
En resumen, los ciudadanos británicos han sacrificado demasiado como para que toleren que Johnson, al mismo tiempo, y de manera ambiciosa participe en fiestas e imponga reglas contra las mismas. El pecado capital del primer ministro es haber olvidado el principio básico del Estado de Derecho: los que hacen las reglas también están obligados a cumplirlas.
«En el número 10 de Downing Street no se cumplían las regulaciones que se habían impuesto a los miembros del público», observó recientemente la predecesora de Johnson, Theresa May. Quizá Johnson «no había leído las reglas» o «no entendía lo que significaban», o tal vez él y «otros a su alrededor... no creía que las reglas se aplicaban a quienes se encontraban en esta dirección». O, como Isaobel, una niña siete años que vive en Sheffield y quien no pudo celebrar su cumpleaños con una fiesta en la época que Johnson sí tuvo la suya, escribió en una carta dirigida al primer ministro: «¡La próxima vez siga usted las reglas! Y sé que usted las hizo (las reglas), pero eso no le sirve de excusa».
Durante su estancia en la Universidad de Oxford, Johnson fue miembro del Bullingdon Club, la sociedad de bebedores dominada por exalumnos de Eton quienes por afición quemaban billetes de £50 frente a personas sin hogar, cuyos miembros eran famosos por su descarada amoralidad y su sentido de impunidad. Tales actitudes han caracterizado toda la carrera de Johnson, desde su fabricación de una cita periodística mientras estaba en The Times hasta su reciente acusación falsa, cual si él fuera un loro que imita a ‘trolls’ del tipo de los que forman parte de la agrupación estadounidense QAnon, que señala que en el pasado el líder laborista Keir Starmer no había logrado procesar a un siniestro pedófilo británico.
A Johnson le gusta pavonearse de su educación clásica en Eton y Oxford. Pero parece haber olvidado que el apalancamiento que tienen las reglas sobre el comportamiento depende de que las personas se identifiquen con el contenido moral de dichas reglas, lo que a su vez depende de que los formuladores de las reglas modelen un comportamiento ejemplar. Sin esta conexión moral, las reglas se convierten en cascarones vacíos.
Muchos de los que votaron por Johnson porque «él es chistoso» finalmente se darán cuenta de que la broma los afecta a ellos mismos de manera negativa. Tratar a nuestros líderes de la misma manera que tratamos a los artistas no señalará el camino hacia un mejor gobierno. Después del Partygate, los británicos deben decir: «Eso no, primer ministro. Adelante con eso, primer ministro».
Antara Haldar: conferencista universitaria en materia de Estudios Jurídicos Empíricos en la Universidad de Cambridge.
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