Me causó estupor leer (me divierte la palabra estupor , que es un calificativo frecuente en algunas circulares acerca de los efectos secundarios que producen ciertos medicamentos) un despistadí-simo comentario acerca de La Aduana, en Foro de La Nación del 5 de octubre, suscrito por la egresada de la Escuela de Arquitectura de la UCR Marité Valenzuela y titulado: “La Aduana, un caso surrealista”.
La señora Valenzuela me señala como el responsable del proyecto que absorbió buena parte de mi interés como ministro en la recién pasada administración.
Y bueno, sí, así fue. Para acordarse: le recuperamos al Patrimonio Nacional, con la policía y la ley en la mano, el edificio en cuestión, después de un largo proceso de infructuosas instancias legales contra una empresa privada de ferias comerciales.
Negativas circunstancias. La tal empresa pretendía mantenerse en La Aduana sin derecho alguno. (Pasmoso: doña Marité Valenzuela en su escrito toma partido por la empresa). Las negativas circunstancias imperantes de entonces nos hicieron perder 14 meses de nuestro período gubernamental.
En agosto del 2003, ya con la propiedad rescatada, iniciamos el desarrollo de un proyecto que debía convertir La Aduana en un centro cultural de múltiple uso que actuara como una especie de “imán”: un foco atractivo de grandes ofertas y demandas culturales, mediante políticas orientadas especialmente hacia los jóvenes.
Le señalo a la ilustre egresada en arquitectura que solo en el cambio total del techo podrido del vetusto edificio, se invirtieron, no “hundieron”, ¢160 millones.
Recordemos también que la edificación tenía –y tiene– que consolidarse desde el punto de vista estructural, ya que, cuando fue construida, en 1891, no se la dotó de columnas ni de viga corona.
Las paredes de ladrillo, de 6 metros de altura, se han mantenido estables merced al hecho de ostentar 60 centímetros de espesor; pero nadie sabe si...
Preocupaciones apocalípticas. La Embajada de Francia, entre otras entidades, contribuyó, durante el proceso de planeamiento, con expertos que viajaron a nuestro país varias veces para asesorarnos tanto acerca de la consolidación del edificio como sobre la tarea de sus proyecciones.
Sin embargo, ahora resulta que, después de tres años de trabajo de un numeroso equipo, así como de empresas y notables personalidades, la señora Marité Valenzuela, con sus preocupaciones apocalípticas, nos revela a todos que “...mucho dinero se ha hundido en un hueco fantasmagórico. Casi se hunde todo el MCJD pues gran parte de esfuerzos, recursos e ilusiones fueron invertidos por nuestro tenaz funcionario [el tenaz funcionario evidentemente soy yo] en una idea de diseño para construir un mamotreto conceptualmente absurdo...”.
La clarividente dama luego desvaría acerca de que a La Aduana hay que “sacarle dinero” y que “es de desear que los fondos públicos se utilicen ética y eficientemente”. Esto último sí me irritó.
La señora Valenzuela, egresada en arquitectura, de inefable sensibilidad artística –especialmente, según se me ha dicho, en el arte de la música– y de su comprobada tanto como esclarecida preocupación ciudadana, podría y debería hacer las recomendaciones pertinentes para que, por fin, todos sintamos que alguien nos guía, que alguien ilumina el camino, el destino de tan discutido proyecto. Que ella nos dé la orientación, la esencia misma de lo que hay que hacer para convertir esa “bodegota vacía” –como ella la llama– en lo que Costa Rica anhela de ese imponderable edificio que es La Aduana.