MÚNICH – Vivimos un momento aciago de la historia mundial. Las sociedades abiertas están en crisis, y están en ascenso diversas formas de dictadura y estado mafioso, de las que la Rusia de Vladimir Putin es un ejemplo. En Estados Unidos, al presidente Donald Trump le gustaría instituir una versión propia de un Estado de tipo mafioso, pero no puede, porque la Constitución, otras instituciones y una activa sociedad civil no lo permitirán.
No solo está en duda la supervivencia de la sociedad abierta; también está en juego la supervivencia de la civilización toda. El ascenso de líderes como Kim Jong-un en Corea del Norte y Trump en Estados Unidos tiene mucho que ver con esto. Ambos parecen dispuestos a correr el riesgo de una guerra nuclear para conservar el poder. Pero la causa principal es mucho más profunda. La capacidad de la humanidad para dominar las fuerzas de la naturaleza, con fines constructivos o destructivos, no para de crecer, mientras nuestra capacidad de dominarnos a nosotros mismos tiene fluctuaciones, y ahora está en retroceso.
El auge de las grandes plataformas de Internet estadounidenses y su conducta monopólica contribuyen poderosamente a la impotencia del gobierno estadounidense. Estas empresas han tenido muchas veces una actuación innovadora y liberadora. Pero el creciente poder de Facebook y Google las convirtió en obstáculos a la innovación y causantes de una variedad de problemas de los que apenas comenzamos a darnos cuenta.
Las empresas generan ganancias explotando su entorno. Las mineras y petroleras explotan el entorno físico; las proveedoras de redes sociales explotan el entorno social. Esto es particularmente perverso, porque estas empresas influyen sobre la forma en que las personas piensan y actúan, sin que estas ni siquiera se den cuenta. Esto interfiere con el funcionamiento de la democracia y la integridad de las elecciones.
Como las plataformas de Internet son redes, tienen rendimiento marginal creciente, lo que explica su asombroso crecimiento. El efecto red es algo realmente inédito y transformador, pero también es insostenible. A Facebook le llevó ocho años y medio alcanzar mil millones de usuarios, y la mitad de ese tiempo sumar otros mil millones. A este ritmo, en menos de tres años Facebook se quedará sin gente a la que convertir.
Facebook y Google controlan en la práctica más de la mitad de todos los ingresos por publicidad digital. Para mantener la posición dominante, necesitan ampliar sus redes y aumentar la cuota que reciben de la atención de los usuarios. En la actualidad, lo hacen dando a los usuarios una plataforma conveniente. Cuanto más tiempo pasan estos en la plataforma, más valiosos se vuelven para las empresas.
Además, los proveedores de contenido no pueden evitar el uso de las plataformas y deben aceptar sin más sus condiciones, con lo que contribuyen a las ganancias de las empresas de redes sociales. De hecho, la excepcional rentabilidad de estas empresas deriva en gran parte del hecho de que no asumen responsabilidad (ni pagan) por el contenido presente en sus plataformas.
Las empresas afirman que lo único que hacen es distribuir información. Pero su carácter de distribuidores cuasimonopólicos las convierte en servicios públicos, que deberían estar sujetos a una regulación más estricta, con el objetivo de proteger la competencia, la innovación y el acceso justo y abierto.
Los verdaderos clientes de las empresas de redes sociales son quienes pagan por poner anuncios en ellas. Pero está apareciendo de a poco un nuevo modelo de negocios, que se basa no solo en la publicidad, sino también en la venta directa de productos y servicios a los usuarios. Las empresas explotan los datos que controlan, ofrecen servicios combinados y usan la discriminación de precios para quedarse con una cuota mayor de los beneficios, que de lo contrario deberían compartir con los consumidores. Esto aumenta todavía más la rentabilidad de la empresa; pero los servicios combinados y la discriminación de precios reducen la eficiencia de la economía de mercado.
Las empresas de redes sociales engañan a los usuarios, ya que manipulan su atención, la redirigen hacia sus objetivos comerciales propios, y diseñan deliberadamente los servicios que ofrecen para que sean adictivos. Esto puede ser muy nocivo, en particular para los adolescentes.
Hay parecidos entre las plataformas de Internet y las empresas de juegos de azar. Los casinos han desarrollado técnicas para enganchar a los clientes hasta el punto en que se jueguen todo el dinero que tienen, e incluso el que no tienen.
Algo similar (y potencialmente irreversible) está sucediendo con la atención humana en esta era digital. No es solo una cuestión de distracción o adicción; las empresas de redes sociales están de hecho induciendo a las personas a entregar su autonomía. Y este poder para moldear la atención de las personas está cada vez más concentrado en unas pocas empresas.
Se necesita mucho esfuerzo para afirmar y defender aquello que John Stuart Mill llamó la libertad de pensamiento. Una vez perdida esta, a los que crezcan en la era digital tal vez les sea muy difícil recuperarla.
Esto implica consecuencias políticas de largo alcance. Las personas que no tienen libertad de pensamiento son fáciles de manipular. Este peligro no es solo una acechanza futura; ya tuvo un papel importante en la elección presidencial del 2016 en Estados Unidos.
Hay incluso una posibilidad más alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos provistos de abundantes datos, que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal. Esto bien puede dar lugar a una red de control totalitario que ni siquiera George Orwell hubiera podido imaginar.
Los países en los que es más probable que esas alianzas perversas surjan primero son Rusia y China. Las empresas tecnológicas chinas, en particular, están a la misma altura de las plataformas estadounidenses, y tienen pleno apoyo y protección del régimen del presidente Xi Jinping. El gobierno chino cuenta con poder suficiente para proteger a sus empresas líderes nacionales, al menos dentro de sus fronteras.
Los monopolios informáticos estadounidenses ya tienen motivos para hacer concesiones a cambio de entrar a estos mercados, inmensos y en veloz crecimiento. Y los gobiernos dictatoriales de esos países tal vez quieran colaborar con esos monopolios, para mejorar los métodos de control de sus poblaciones y ampliar su poder e influencia en Estados Unidos y el resto del mundo.
También es cada vez más notoria la relación entre el dominio de las plataformas monopólicas y el aumento de la desigualdad. Esto tiene que ver en parte con la concentración de las carteras de acciones en manos de unos pocos individuos, pero es más importante aún la posición peculiar que ocupan los gigantes informáticos. Estos han obtenido un poder monopólico al tiempo que compiten entre sí; solo ellos son suficientemente grandes para adueñarse de las startups que pudieran llegar a hacerles competencia, y solo ellos tienen recursos para invadir sus respectivos territorios.
Los dueños de las megaplataformas se consideran amos del universo, pero en realidad, son esclavos de la necesidad de mantener la posición dominante. Están librando una batalla existencial para dominar las nuevas áreas de crecimiento abiertas por la inteligencia artificial, por ejemplo los autos sin conductor.
El impacto de estas innovaciones en el desempleo depende de las políticas que adopten los gobiernos. La Unión Europea (UE) y en particular los países nórdicos son mucho más previsores que Estados Unidos en materia de políticas sociales. No protegen los puestos de trabajo, sino a los trabajadores. Están dispuestos a pagar el costo de la recapacitación o el retiro de aquellos que pierdan su empleo. Por eso los trabajadores de los países nórdicos se sienten más seguros y son más favorables a las innovaciones tecnológicas que los estadounidenses.
Los monopolios de Internet no tienen ni la voluntad ni el interés de proteger a la sociedad de las consecuencias de sus acciones. Eso los convierte en una amenaza pública; y es responsabilidad de las autoridades regulatorias proteger a la sociedad de ellos. En Estados Unidos, dichas autoridades no son suficientemente fuertes para oponerse a la influencia política de los monopolios. La UE está en mejor posición, porque no tiene megaplataformas propias.
La UE usa una definición de poder monopólico distinta a la de Estados Unidos. Mientras que las autoridades estadounidenses apuntan sobre todo a los monopolios creados mediante operaciones de adquisición, la legislación europea prohíbe el abuso del poder monopólico sin importar cómo se haya conseguido. La protección de los datos y de la privacidad es mucho más fuerte en Europa que en Estados Unidos.
Además, la legislación estadounidense adoptó una extraña doctrina por la que el perjuicio a los clientes se mide por el incremento del precio que pagan por los servicios que reciben. Pero eso es prácticamente imposible de determinar, porque la mayoría de las megaplataformas de Internet proveen la mayor parte de sus servicios en forma gratuita. Además, la doctrina no tiene en cuenta los valiosos datos de los usuarios que las plataformas van recolectando.
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El enfoque europeo tiene su principal adalid en la comisaria europea para la competencia, Margrethe Vestager. A la UE le llevó siete años formular una acusación contra Google, pero su éxito aceleró en gran medida el proceso de institución de normas adecuadas. Además, gracias a los esfuerzos de Vestager, en Estados Unidos se está dando un cambio de actitud inspirado por la visión europea.
Tarde o temprano se terminará el dominio global de las empresas estadounidenses de Internet. La regulación y los impuestos, los medios que propugna Vestager, serán su ruina.
George Soros, presidente de Soros Fund Management y de Open Society Foundations, es autor de ‘The Tragedy of the European Union: Disintegration or Revival?’. © Project Syndicate 1995–2018