Hoy por hoy, la violencia en sí es un género televisivo; y su mejor agente de ventas se llama rating. Al buen usuario le gustan los platos fuertes llenos de vértigo y de sangre, y los avisadores –cómo no– siguen la corriente.
El asunto no es nuevo. Lo nuevo es que el medio mismo se ha ido tornando irrespirable. ¿Un fenómeno de recalentamiento?
Quizás. El término recalentamiento lo usó, por primera vez, el estudioso canadiense Marshall McLuhan, cuando advirtió que un medio recalentado (por la sobrecarga de violencia en este caso) es capaz de dañar nuestro entorno psíquico y moral.
Hasta no hace mucho, el pacto televisivo se movía dentro de un circuito predecible: los sucesos, catástrofes naturales y filmes de agresión y crueldad jugaban un papel de “pase y vea”, seguido de amables comerciales con el sueño azucarado del mundo, la cordialidad doméstica, el crucero a las Islas Vírgenes con American Express.
Pero esto cambió. Lo digo aquí, sentado, a tres metros de lo que alguien denominó caja boba y que, en realidad, es un electrodoméstico de armas tomar, mientras observo el desbarajuste de la historia en vivo, junto a imágenes alternas de ofertas increíbles, viera usted.
Una dieta. Y sí, me parece que la pantalla chica alcanzó el pico de su temperatura. Las investigaciones, además, lo atestiguan. Pero ¿cuál es el efecto de tamaño hecho? Señalaré uno, macabro a mi juicio: el televidente absorbe las escenas feroces, perversas e inhumanas que, en un 90%, se le presentan fuera de contexto, lo que torna imposible su libre juicio.
Así, de a poco, acríticamente, succiona el lado oscuro de las cosas, incorporándolas de modo automático, familiar, rutinario; y no las deglute, no las cuestiona, dado que no capta el significado de todo aquello.
Hannah Arendt, al referirse a un síndrome semejante, habló de la banalización del mal: una persona, debido a una mutilación de su sentido crítico, a un reflejo adquirido robóticamente –decía la filósofa europea–, puede ejecutar el acto más horrendo y hacerlo mecánicamente, aun sin sentirse culpable.
Precisamente por eso, creo yo, nos encontramos bien si el horror mediático nos horroriza, si nos conmueve la vista de un cadáver filmado, si nuestros ojos rechazan cualquier teleacción contra la vida: se trata de un signo –y enorme– de salud.
El asunto radica, pues, en mantener la sensibilidad intacta, para lo cual conviene fijar una dieta de menos de 2 horas diarias frente a la caja. Dieta que podría balancearse gracias a largas sobremesas conversadas, la exploración de un libro amigo o, acaso, el placer de regodearnos con la pequeña aventura que nace cada día.