Hay una especie de sino trágico que persigue a Rolando Araya. Es su imposibilidad de ser escuchado, como en la antiquísima canción de gesta La chanson de Roland : a pesar de que lo llamó con su cuerno, el emperador Carlomagno lo dejó a merced de sus enemigos.
Araya no solo arrastró la lenta erosión de Liberación y de su proyecto político, sino también sus propias limitaciones de liderazgo e imagen. La vida le jugó otra mala pasada con su paso por la televisión: competir en un campo en el que Abel Pacheco ganaba de antemano.
Que el destino lo haya puesto frente a un comunicador nato confirmó la magnitud del reto y sus dudas por tener un discurso propio.
Oyéndolo en público y en privado, es obvio que a Araya le costó conectar las ideas generales las tiene de sobra y buenas con el electorado.
De ahí nació su desesperación comunicativa a ratos desesperanza- y una manía improvisadora que lo hizo tropezar en cucarachas y otras alimañas.
Intentó lo imposible: una carrera a lo Oduber en la Internacional Socialista, una formación a lo Óscar Arias, pero sin logros visibles, unas salidas sin el ingenio de don Pepe. El elector percibió su anhelo incesante y vacilante por darse una imagen y a las dudas propias sumó las del aspirante.
La campaña reforzó este desfase al apelar a ideas abstractas educación, partido, equipo, tradición olvidando que el pueblo comunica con su líder por un pacto de mutua confianza. El buen comunicador es el mejor mensaje en tiempos de crisis.
Se equivoca una vez más José Miguel Corrales: "Si la paliza es grande, estamos muertos". Al contrario, estamos vivos. Araya habló de reinventar a Liberación. Es el momento de empezar.