Por donde se lo mire, Bolivia no es un típico país latinoamericano. Después de Haití, es la segunda nación más pobre del hemisferio occidental, y es incluso menos estable, con una historia marcada por más de doscientos golpes de estado desde su independencia.
En una región con un fuerte pasado indígena, pero con un presente desarticulado y aislado, Bolivia es, junto con Guatemala, tal vez el único país de América Latina donde los pueblos indígenas constituyen la mayoría de la población. Su topografía y distribución étnica son por lo general autonomistas, e incluso actúan como fuerzas separatistas que amenazan la unidad nacional de maneras más temibles que en cualquier otro país. Y, por supuesto, es junto con Paraguay la única nación sin acceso al mar en el subcontinente.
De modo que sería altamente imprudente extrapolar la actual crisis boliviana al resto de América Latina. Es demasiado simplista generalizar: las instituciones en todos los demás países son mucho más sólidas, la pobreza (particularmente la extrema pobreza) está disminuyendo y, en gran medida, la batalla por los recursos naturales ha sido resuelta. Incluso en países como Venezuela, con enormes reservas de petróleo y un gobierno de mentalidad tradicionalmente nacionalista, el statu quo que permite la inversión extranjera en los recursos energéticos ha sobrevivido a casi ocho años de gobierno del presidente Hugo Chávez.
Si bien la existencia de movimientos indígenas es una realidad en muchos países, de Chiapas a la "Araucanía" y de la Amazonia a Ayacucho, en ningún país de América Latina ha representado una amenaza real a la integridad nacional. De modo que la de Bolivia no es ciertamente una crisis que presagie otras en la región, ni la manida "teoría del dominó", sostenida tanto por Lyndon Johnson, expresidente de los Estados Unidos, como por el Che Guevara en el caso boliviano, parece válida o siquiera medianamente razonable.
Déficit democrático. Sin embargo, la crisis actual de este país es una señal del "déficit democrático" que sufre América Latina en la actualidad. Los gobernantes electos han fracasado, por una razón u otra, en Bolivia, Ecuador y Haití. La democracia está ausente o es incompleta en países como Cuba, México y Nicaragua, y se encuentra amenazada por una razón u otra en Venezuela y Colombia. Ninguno de estos casos es idéntico a los demás, ya que incluyen niveles variables de riesgo, daño o reconciliación.
La pregunta es qué se puede hacer acerca de esta situación, que contrasta notablemente con las estimulantes perspectivas que predominaban hace tan sólo unos años. En la última asamblea de la Organización de Estados Americanos en Fort Lauderdale, Florida, Estados Unidos, tomó una buena idea que otros habían tenido y, al apoyarla, básicamente acabó con ella.
La historia comenzó hace un par de años, cuando el ex ministro argentino de relaciones exteriores Dante Caputo y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo quedaron a cargo de esbozar el Informe sobre Democracia en América Latina. Llegaron a la conclusión de que un sistema temprano de alerta acerca de crisis de la democracia en la región ayudaría a generar acciones antes de que las cosas llegaran a estar fuera de control, como ocurre hoy en Bolivia.
Caputo y el equipo de la ONU convencieron entonces al presidente chileno Ricardo Lagos a que tomara la iniciativa y la promoviera entre varios de sus colegas. Lo hizo, pero el asunto no llegó muy lejos. De hecho, el Informe del PNUD sobre Democracia en América Latina, publicado en 2004, apenas lo menciona.
Estados Unidos y el nuevo Secretario General de la OEA, el chileno José Miguel Insulza, resucitaron el plan durante el encuentro de la OEA en Florida, pero fue rechazado debido a los razonables temores latinoamericanos de que la idea estuviera dirigida contra Venezuela, combinados con los anacrónicos recelos de los países de América Latina de que se violara el sacrosanto principio de la no intervención.
Alerta temprana. A pesar de que el continente no pudo llegar a un acuerdo sobre el principio subyacente a la propuesta, la idea de un sistema de alerta temprana merece recibir atención. En la actualidad, es posible que sea poco lo que la comunidad hemisférica pueda hacer con respecto a lo que ocurre en Bolivia, y sin embargo la situación está preñada de riesgos para todos. Evo Morales, líder de la oposición y de los cultivadores de hoja de coca, puede ser un líder democrático honesto, aunque desorientado, pero ¿carecen sus seguidores de deseos autoritarios? Puede que Hugo Chávez no esté financiando a Morales y a los demás disidentes bolivianos, pero ¿de verdad Venezuela y Cuba no tienen la tentación de inmiscuirse en el país donde el Che Guevara murió intentando generar una guerra de guerrillas hace casi 40 años?
La comunidad de negocios de la región boliviana de Santa Cruz puede no hacer realidad su amenaza de separarse del país, pero ¿preferirán compartir sus reservas de petróleo y gas con los pueblos indígenas del altiplano, en lugar de hacerlo con los industriales brasileños de São Paulo?
Antes de que los sucesos lleguen a estos extremos, podría ser una buena idea el que la OEA (no EE.UU.) se involucrara. La región sigue necesitando esa participación, con un compromiso oportuno, con mensaje y basado en una plataforma democrática adecuada, que se distinga de la tradicional intervención estadounidense de la tradicional indiferencia latinoamericana.