El pasado lunes Moscú fue escenario de un acontecimiento de alto contenido simbólico, que destaca una trascendental y estimulante faceta de la historia contemporánea: el avance de la libertad frente al totalitarismo. Ese día los gobernantes de todas las potencias que se enfrentaron durante la Segunda Guerra Mundial se reunieron, junto a decenas de otros jefes de Estado y Gobierno, para celebrar 60 años de la derrota del nazismo a manos de las fuerzas aliadas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña.
La firma de la rendición alemana, por parte de los generales que sucedieron a Adolfo Hitler tras su derrota militar y suicidio, marcó el fin de uno de los regímenes más tenebrosos de la historia humana. Su extrema perversidad no se reflejó solo en la glorificación de la dictadura y el afán de conquista y expansión, sino en su política deliberada, fría y sistemática de exterminio contra los judíos, en primer lugar, pero también contra grupos humanos que, como los gitanos, homosexuales o discapacitados, eran considerados "inferiores" dentro de la distorsionada doctrina del nazismo.
Hoy, la mayoría de los alemanes no ve esa rendición como una derrota, sino como una liberación del yugo nazi: el camino que les permitió regresar a sus sólidas raíces humanistas e incorporarse con éxito y generosidad a la gran aventura del desarrollo y la libertad. El fin del nazismo supuso la liberación de una gran cantidad de países de Europa y el comienzo de un lento proceso de recuperación económica, social y política, que les permitió construir una admirable zona de progreso en el continente, hasta cuajar en la Unión Europea.
Pero, por desgracia, la derrota de las fuerzas de Hitler también condujo, en la mayoría del centro y en todo el este europeo, a la implantación de regímenes de otro viciado signo totalitario -el comunismo- y a la subordinación directa al dominio y los intereses nacionales de la Unión Soviética. Para sus poblaciones, así como para los ciudadanos soviéticos, por tanto, la rendición alemana no supuso la liberación, sino apenas el fin de la guerra y el inicio de un nuevo período de esclavitud y oscurantismo. Hubo que esperar más de cuatro décadas para que, con la caída del Muro de Berlín (en 1989) y la desaparición de la Unión Soviética (en 1991), la liberación se extendiera -en distintos grados- a todo el continente.
Por esto, que los 60 años de la rendición nazi se hayan celebrado, con carácter universal, en la antigua capital soviética, hoy de una Rusia parcialmente democrática, simboliza el fin de ambos totalitarismos, las dos formas más perversas y perfeccionadas de sumisión humana de la historia.
El Gobierno ruso, conducido por el presidente Vladimir Putin, no es, precisamente, un modelo democrático: no ha permitido un pleno desarrollo de la sociedad civil y la economía de mercado, aplica una política de coacción o complicidad dictatorial hacia algunas de sus exrepúblicas, e incluso se empeña en ensalzar las presuntas "glorias" militares del exdictador José Stalin. Pero, aun así, Rusia ya no es un poder totalitario, y la mayoría de sus antiguos satélites son hoy democracias vibrantes, integradas a Europa y con ejemplares avances económicos y sociales. Todo esto era digno de una celebración conjunta, y justificaba hacerla en Moscú, como homenaje a los 27 millones de ciudadanos soviéticos que perecieron en la Segunda Guerra Mundial, pero también como reconocimiento de que toda Europa, desde Gibraltar hasta los Urales, ha enterrado al totalitarismo como sistema y ha elevado la libertad a aspiración legítima compartida y a práctica generalizada en la mayoría de sus países.