La comunidad negra de una ciudad californiana conmocionó recientemente el établissement educativo de los Estados Unidos, al exigir que las escuelas de su condado incorporaran dentro de su programa académico la enseñanza de la jerga conocida como ebonics. El dialecto en cuestión no es otra cosa que una aberración lingüística, un atropello a todo lo que en el inglés hay de noble y universal, en suma, una jeringoza ininteligible para quien no pertenezca al reducido grupo étnico que la cultiva. Poco importó a los quejosos el que aún las más señeras figuras afroamericanas del momento --el reverendo Jackson y el laureado escritor Gaylor entre ellas-- desaprobaran su petición. Los prosélitos del ebonics demandaban que su argot fuese estudiado con la misma formalidad con que se enseñaba la lengua de Shakespeare. A pesar de sus protestas y barricadas, el ebonics no logró obtener el rango de asignatura que sus beligerantes partidarios pretendían conferirle.
El incidente no merecería mención si no constituyera un signo clarísimo de los tiempos en que vivimos. Estamos en presencia de una situación -un síndrome, diría yo- que no tiene precedentes en la historia del mundo. Otrora el ignorante aspiraba a superar su condición, y reclamaba el acceso a ese conocimiento que la inequidad del sistema le negaba. Hoy, cuando la democratización de la enseñanza ha puesto a su disposición el espectro de la cultura universal, el iletrado se yergue desafiante, y defiende a grandes voces su "derecho" a la ignorancia. ¿No es esta la más trágica, perversa ironía de que la especie humana haya sido testigo? Entendámonos: mi respeto por la negritud americana no podría ser más profundo ni más sincero. Señalo simplemente que la ignorancia y la vulgaridad --cualquiera que sea la etnia o estrato social que las profese-- están en el mundo para ser combatidas, no para ser defendidas e institucionalizadas.
Totalitarismo de la plebeyez. Y no es que el hombre contemporáneo sea más inculto que el del siglo de Pericles o de la Inglaterra Isabelina. La chabacanería y el plebeyismo siempre han estado ahí. La diferencia es que ahora les hemos dado una tarima, un micrófono, espacio ilimitado en periódicos, radio y televisión: le conferimos al monstruo un poder irrestricto, lo dotamos de una voz, y a sus pies pusimos el temible arsenal de los medios de comunicación. Asistimos a la era del totalitarismo de la plebeyez. Ya no envidia saludable. El plebeyo se ufana ahora de su condición: la proclama urbi et orbi, y quisiera imponerla al mundo entero. Con gesto bravío reclama para sí carta de ciudadanía en el concierto cultural contemporáneo, y supura así de su alma el veneno de un resentimiento social tan añejo como incurable.
A la cabeza de este universal proceso de entontecimiento marcha desgraciadamente nuestro país, Costa Rica enarbola hoy en día el estandarte del pachuquismo, una patología social temible por su epidémica virulencia. La vulgaridad se cierne, tal las emanaciones pestilentes de una marisma, sobre el panorama global de nuestra cultura. El pachuquismo, que alguna vez estuvo constreñido a esferas sociales muy específicas, se ha propagado como la gangrena, y permea ahora aquellos círculos que otrora fueran el reducto de los más plecaros espíritus del país. Aulas, curules, púlpitos, prensa, radio, televisión&...; todo está tomado: el estado de sitio es claustrofóbico, inescapable. Aún la Iglesia, que alguna vez se erigiera en custodio del legado cultural de la antigüedad, se pasa ahora de bando y nos entrega a los bárbaros: con el afán de "modernizarse" y aumentar su "poder de convocatoria" echa mano del más complaciente populacherismo, y abarata con ello la pureza de su mensaje. La endémica fobia que padecemos por toda forma de aristocracia social ha acarreado en nosotros una aversión ciega por la aristocracia del espíritu, esa, ¡ay¡, que deberíamos antes bien adorar y cultivar.
Democracia mal entendida. Veo ya el momento en que nuestras escuelas y colegios implanten la enseñanza sistemática del pachuco, y se escriban libros de texto que expongan el peculiar léxico y la sintaxis de tan noble galimatías. El pachuquismo se convertirá en canon cultural absoluto. No faltará el filólogo que traduzca El Quijote o La Divina Comedia al "pachuco", y las universidades se engalanarán con cursos tales como "Fundamentos de Pachuco", "Pachuco Básico" y "Antropología Pachuquíl". Y Costa Rica instituirá a toda honra la dictadura del pachuco, el aberrante producto social de un concepto de democracia mal entendido.
Llegará también el momento de señalar a los responsables de la debacle. Entonces veremos a los miembros de la tribu política de nuestro país --la gran diseñadora del modelo educativo costarricense-- hacer lo que siempre hacen: echarse la culpa los unos a los otros, esgrimir las estadísticas que nada significan, y jactarse de que nuestro país ostenta uno de los más bajos índices de analfabetismo de América Latina. Desengáñense de una vez por todas, señores: el verdadero compromiso con la cultura exige de un pueblo mucho más que saber leer y escribir. Ya lo dijo alguna vez André Malraux: "no descansaré hasta que los niños de mi país tengan tanto acceso a la literatura, la música y la pintura como lo tienen al alfabeto". Después de todo, ¿de qué sirve darle al hombre la llave del conocimiento, si no se le enseña cómo, cuándo, y para qué usarla?