El lamentable revés sufrido por el país, en el intento de que la segunda Vicepresidenta de la República, Elizabeth Odio, integrara la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, demanda un serio análisis.
No basta con determinar las responsabilidades específicas de funcionarios concretos. Es necesario ir más allá y plantear el tema de fondo: la crónica debilidad de nuestro servicio exterior.
A pesar de lo mucho que se ha dicho por décadas, el amiguismo, el parentelismo y el clientelismo aún son criterios esenciales para decidir nombramientos de importancia en la Cancillería.
El problema es grave, pero ha sido tratado de forma marginal y meramente retórica, como si las relaciones exteriores se manejaran solas, o bastara con buena fama nacional, lealtad y corronguera para tener éxito en el mundo.
El injustificado fracaso con una candidata que, como la Vicepresidenta, tenía todos los atestados para triunfar, demuestra que no es así. Los males de nuestra diplomacia son un problema real, con consecuencias reales y demandan soluciones que también sean reales.
Todo Gobierno tiene derecho a incorporar gente de confianza en el servicio exterior. Pero la condición indispensable es que los escogidos sean creadores de valor diplomático (como, sin duda, los hay), no simples recolectores de favores políticos (como, desgraciadamente, hay más).
Cuando esto último ocurre y, además, no existen estructuras profesionales eficaces que compensen las debilidades, es simple cuestión de tiempo para tener que pagar la factura. Es lo que ha ocurrido ahora, y el precio, más que alto, ha sido doloroso.