La primera confirmación procedió de Lula da Silva: Fidel Castro tiene cáncer. Después la cancillería brasilera desmintió al Presidente, pero era verdad. El Comandante sangró, lo abrieron, y le encontraron un cáncer extendido e incurable. Nada, por cierto, extraño en un anciano de 80 años. El pronóstico es que tardará poco en morir. Nadie se atreve a predecir una fecha, pero los diplomáticos europeos acreditados en Cuba, en voz baja, piensan que no verá el 2007, aunque luego matizan la opinión: “a esa edad el cáncer es lento”.
Curiosamente, en los cálculos de Castro no entraba ese tipo de muerte. Se imaginaba su desaparición como algo heroico, o como un tirón súbito del corazón o del cerebro que le arrebataba la vida, pero nunca pensó que podía extinguirse lentamente en una cama, en medio del sopor creciente producido por un piadoso suero de morfina, incapaz de decidir si intentaba o no prolongar su existencia con inciertas y devastadoras dosis de quimio- o radioterapia, medidas que, además, le despojarían el rostro de la barba que le ha servido como imagen de marca durante medio siglo.
Condescendiente humillación. Ante la desesperada situación, Fidel se deprimió. Suele ocurrir. Es muy triste estarse muriendo y, encima, recibir la visita de Hugo Chávez. Fidel, súbitamente, dejó de ser uno de los hombres más poderosos del mundo y se convirtió en un anciano frágil e indefenso al que el imprudente venezolano, en medio de una catarata de diminutivos afectuosos, le apretaba la mano arrobado, pensando que lo confortaba, cuando, en realidad, le infligía una oscura forma de condescendiente humillación. Raúl lo percibía, pero no podía impedirlo. Nadie puede evitar la pegajosa efusividad de Chávez. Raúl sabe que Fidel Castro odia las manifestaciones de ternura, y mucho más las muestras públicas de compasión hacia su egregia persona. Cuando murió Lina Ruz, la madre de ambos, su hermano le propinó una reprimenda pública cuando él se echó a llorar. Esas son debilidades burguesas.
Una de las primeras disposiciones de Raúl fue dar comienzo inmediatamente a las honras fúnebres. ¿Cómo? Orquestando una gigantesca campaña nacional e internacional de homenajes. Todo el mundo tiene que llorarlo. Los diplomáticos y los agentes de influencia al servicio del Gobierno cubano recibieron una orden apremiante: “pidan cartas de adhesión, declaraciones de afecto, poemas, esculturas y todo género de muestras de solidaridad”. En Brasil, el arquitecto Oscar Niemeyer escribió un artículo plañidero. En Ecuador, los partidarios de la dictadura reprodujeron en la falda del Pichincha la firma del Comandante a escala heroica. El uruguayo Mario Benedetti escribió algo así como un poema. Dentro de Cuba, la Unión de Escritores puso a la firma un documento de emocionada reverencia al líder de la revolución. Silvio Rodríguez y Pablo Milanés le dedicaron canciones y conciertos. Un señor que juega al beisbol le ofreció sus jonrones.
Sin embargo, es muy posible que nada de esto logre quitar a Castro la sensación de fracaso que probablemente siente. Cuando comenzó la revolución, Fidel Castro estaba seguro de que él sabía cómo convertir a Cuba en una nación próspera y desarrollada mientras comandaba al tercer mundo en su violento asalto hacia la gloria. El Che lo aseguró a principios de la década de 1960 en Punta del Este: en 10 años Cuba superaría la riqueza per cápita estadounidense. A fines de la década de 1970, Fidel Castro se lo repitió, aumentado, al historiador venezolano Guillermo Morón: en una década vería el hundimiento de Estados Unidos, mientras Cuba tendría al Caribe como su mare nostrum.
No acertó. Estados Unidos es la única superpotencia del planeta, mientras la nación que deja Fidel Castro es un país harapiento que hoy vive de la caridad venezolana, como ayer lo hacía de la soviética. El inventario de horrores es casi inigualable: más de 16.000 muertos, fusilados, ahogados y desaparecidos han sido documentados por el economista Armando Lago y María Werlau, su principal colaboradora. A lo largo del proceso han pasado por las cárceles decenas de miles de presos políticos (más de 300 en las cárceles de hoy), incluidas entre ellos personas castigadas por ser homosexuales, tener creencias religiosas o, simplemente, rechazar la estupidez teórica marxista. Dos millones de personas fueron despojadas de sus propiedades y lanzadas al exilio. Se obligó a miles de jóvenes a participar en absurdas guerras africanas que duraron nada menos que quince años. En suma: un infinito desastre material y espiritual.
¿Será capaz Fidel Castro, con un pie en la tumba, de darse cuenta del enorme daño que les ha hecho a los cubanos? No sé. Me gustaría creer que sí. Sería una forma peculiar de hacer justicia.