Posiblemente nunca antes como ahora haya el ser humano disfrutado tanto de los beneficios y ventajas de la revolución tecnológica en materia de comunicaciones.
Los inventos y descubrimientos se suceden y superan a sí mismos con una velocidad pasmosa, y lo que antes no era más que un sueño descabellado o una mera abstracción, hoy es una realidad absoluta.
Como consecuencia de ese desarrollo, nuestra capacidad de asombro ha escalado hasta sus niveles superiores y permanece en el filo de la incredulidad, tratando de asimilar a diario todas las novedades que el mercado ofrece.
Y aunque esa revolución ha servido de muy poco para mejorar la calidad de vida de los millones de personas que necesitan una ración de alimentos con mayor urgencia que un iPod, nadie podría desmerecer y mucho menos negar que el mundo funciona de maravilla para otros tantos millones de habitantes que sí están en posición de degustar esas bondades.
Estamos mejor y más rápidamente comunicados. Y hasta podría decirse que las nuevas generaciones poseen ahora diferente material genético/ciber- nético.
Pero ¿nos ha hecho esa abundancia tecnológica mejores personas en términos de convivencia?
Definitivamente no. ¿O acaso puede usted competir con el televisor de plasma que su hijo tiene en la habitación; o iniciar una conversación con la joven sentada a su lado en el autobús, que se defiende de cualquier intromisión con su MP3?
Es muy posible que hoy seamos más individualistas, más pasivos, menos solidarios, más introvertidos, y que las víctimas propicias hayan sido el diálogo, la interacción cara a cara, el acercamiento físico (¡acoso aparte!), el lenguaje no verbal y toda otra manifestación integradora de nuestra condición de seres gregarios.
Hasta la tolerancia se convirtió en un daño colateral.
¿Le ha tocado a usted enfrentar los rostros de asombro, disgusto, e incluso menosprecio, si contesta que no tiene teléfono celular?
Más recientemente, pregúntese cómo le va si le han pedido que lleve una llave maya y se le ocurre confesar que fue a buscarla a la caja de herramientas.
Es difícil admitirlo, pero la revolución de las comunicaciones nos ha hecho también menos libres.