Hay acontecimientos políticos que tienen la particularidad de causar una profunda discordia entre personas y pueblos y que llega al punto de provocar actitudes irracionales entre los diferentes bandos. En la historia reciente hay muchos ejemplos: protestantes y católicos en Irlanda, la guerra civil en España, el conflicto entre israelíes y palestinos. El aniversario del golpe de Estado contra Allende se puede agregar a esta lista. Pero, por lo menos en los medios de comunicación de Costa Rica, las expresiones casi líricas de apoyo a la memoria de su gestión política han sido la regla. Casi todas, creo yo, son injustificadas.
Allende no promovió la democracia. La usurpó porque dos terceras partes de sus compatriotas votaron contra él. No contaba con el mandato popular para impulsar cambios radicales como sus proyectos “antioligárquicos”: la nacionalización de los recursos naturales, las industrias básicas, los servicios públicos, los bancos y una reforma agraria que era, en la práctica, un despojo, un robo del Estado.
Terrorismo gubernamental. En lugar de unir a su pueblo, radicalizó el cuerpo político chileno. Las medidas “socialistas” que impulsó, previsiblemente generaron una escasez de alimentos, un aumento desaforado de precios, una enorme devaluación y la desaparición de los ahorros. Las acciones de los “castristas” chilenos con sus violentas huelgas, robos de bancos y colocación de bombas representó terrorismo gubernamental. Allende tenía que saber que estaba polarizando al pueblo chileno y que le había declarado la guerra a la poderosa clase media de su país. Además, ni para qué decir, había también despertado el horror y la rabia de la clase alta. Logró unir en su contra a la “oligarquía”, varios grupos políticos de derecha y, eventualmente, a los demócratas cristianos.
Promovió la intervención de Estados Unidos. Su retórica de establecer un gobierno “antiimperialista” era, en esos tiempos, una declaratoria de guerra contra Estados Unidos. Además, Allende tenía que saber que, en medio de la Guerra Fría, fijar estrechos vínculos con la Cuba comunista y establecer relaciones diplomáticas con la China comunista, por definición, lo convertiría en enemigo del gobierno de Nixon. Como si fuera poco, expropió las minas de cobre, que estaban en manos de capital norteamericano, en su mayoría. La Unión Soviética, no sé si adrede, contribuyó, al final, a su derrocamiento cuando en abril de 1973 le otorgó a don Salvador el Premio Lenín de la Paz.
Esgrimiendo la democracia como su escudo para impulsar estos cambios, de hecho, promovió la dictadura. Sabía que el ejército no estaba con él. Contaba con el general Carlos Prats, pero nada más. Desde finales de 1971 no podía dudar que había sedición en el ambiente. Ya para el 29 de junio de 1972 hubo un intento de golpe de Estado por un contingente del ejército en Santiago. Pero siguió adelante con su proyecto político y así facilitó la dictadura de Pinochet.
Hermosa virtud. Sin embargo, Allende fue un valiente: una hermosa pero abandonada virtud en nuestro tiempo. Cuando el ataque al Palacio se hizo inminente, llamó a sus colaboradores y les anunció: “Caballeros, yo me quedo”. Les pidió que abandonaran el edificio, pero nadie se fue. Entonces les ordenó tomar posiciones para resistir el ataque. Durante los próximos 20 minutos, tanques y artillería atacaron La Moneda. Luego se produjo una tregua. Pinochet llamó a Allende y le dio 15 minutos para rendirse. Como no lo hacía, una hora y media más tarde la infantería entró a La Moneda y sus oficiales le dieron a Allende 10 minutos para rendirse. “Vayan y entréguense”, ordenó a sus subalternos. Y después de que habían salido, se disparó en la cabeza.
Pero Allende fue un político fracasado que cosechó tempestades con los vientos que él mismo sembró. Y por eso precisamente no es un mártir. Más bien es una figura trágica, un moderno Edipo que, con sus acciones, hizo posible lo que más temía. Todo lo que le ocurrió se lo buscó.