Costa Rica atraviesa por una crisis de responsabilidad. Comencemos por crear un marco de referencia. En mi axiología personal, los valores religiosos ocupan el pináculo de la pirámide. Le siguen los valores éticos. Luego los estéticos y científicos. Finalmente, los económicos. Sé que lo que está de moda hoy en día es hablar de espectro más bien que de jerarquía de valores. Por fortuna, a mí nunca me ha interesado estar de moda.
La noción de responsabilidad se inscribe dentro de los valores éticos. Ello significa que es uno de los elementos que posibilitan un modelo convivencial eficaz. La irresponsabilidad, en cualquiera de sus manifestaciones es, esencialmente, antiética.
Cuando hablamos de responsabilidad, aludimos a algo que “se asume”. ¿Qué quiere decir “asumir”? Que se incorpora a la propia conciencia, que se acepta, que se asimila. Asumir una responsabilidad significa apropiarnos de ella. Poder responder por lo que nos ha sido confiado.
El ser humano es una criatura autorresponsable y responsable también con los otros. Somos responsables aun de la responsabilidad de los demás. Me explico: si yo veo que alguien está siendo irresponsable, es mi responsabilidad hacer lo posible por enderezar su camino. También de eso soy responsable. Y el imperativo de responsabilidad por los demás justifica aquí la intromisión, la reprimenda, la intrusión forzada en su vida. La responsabilidad quiere salvar, porque esa es su naturaleza. La amistad militante es amistad responsable.
Destruir. Si enfrentamos una situación de fracaso, la responsabilidad no equivale a la culpa. La culpa no es más que rabia. Rabia que querría proyectarse contra los demás, pero que sabiendo que no puede hacerlo, se vuelve contra uno mismo, tal el alacrán rodeado de fuego que se autoinocula su propia ponzoña.
La rabia proyectada es furia, la rabia introyectada es culpa: en el fondo, la misma cosa. Si no podemos destruir a los otros, nos destruiremos a nosotros mismos. La responsabilidad es algo muy diferente. Ante el fracaso, el hombre responsable se dice: “yo soy el lugar ontológico, la latitud humana, el sitio en que la debacle tuvo lugar”. No le transfiere ese sitio al vecino, al Estado, al árbitro, a la sociedad, en suma, a los demás.
La responsabilidad no solo es un valor ético –inspirado religiosa o secularmente–, es el valor ético fundamental. La caridad, la compasión, la solidaridad, la educación… todo procede de la responsabilidad. Cuando tendemos una mano fraterna a alguien en desgracia, ello es porque experimentamos en cada fibra de nuestro ser que la desvalidez de aquella persona es también nuestra responsabilidad. La Madre Teresa de Calcuta fue un modelo de amor, pero no en menor medida de responsabilidad. Porque les voy a contar un secreto: ¡también el amor es, en esencia, responsabilidad!
Vivir en el engaño. Vivimos en un país que ha perdido –junto con muchos otros valores éticos– el sentido de la responsabilidad. Curas, políticos, entrenadores de futbol… todos se justifican, y justifica, y justifican. Justificar quiere literalmente decir: “yo declaro esto justo”; es decir, bueno. ¡Y cometer un error no es “bueno”! ¿Qué se puede hacer con un error? Se puede reconocer y pedir disculpas por él, se pueden ofrecer explicaciones razonables, se puede prometer su enmienda, se pueden invocar circunstancias atenuantes… ¡pero no se puede justificar!
La responsabilidad pesa, y al tico le molesta llevarla a cuestas. No se da cuenta de que no hay que jalarla, porque es constitutiva de su condición de ser humano. Cuando Kant enunciaba su “imperativo categórico” (no hacer nada en el mundo cuyo principio subyacente no pudiese constituirse en ley universal), formulaba la más bella definición de responsabilidad jamás creada. En el fondo, una paráfrasis del dictum bíblico “no hagáis a otros lo que no queréis que os hagan.” Si el respeto por los demás (esa responsabilidad que quisiésemos erigir en ley universal) no es observada, la sociedad se cae a pedazos. Vivir en la irresponsabilidad es vivir en el autoengaño, es tirarle el sambenito a ese ente abstracto, receptor de la culpa y el remordimiento de todo mundo, que llamamos “sistema” (nunca soy yo, siempre es “el sistema” el que anda mal).
“La ley moral y el cielo estrellado sobre mi cabeza” –dijo el sabio de Königsberg–.
Todavía no es demasiado tarde. Todavía podemos reaprender la responsabilidad. Todavía podemos actuar de la manera en que nos gustaría que los otros actuaran con nosotros. Hacer de la responsabilidad “una ley universal”, ya sea para errar con dignidad, o para acertar con orgullo.