Si, como plantean muchos analistas y evidencia la realidad, una característica de las sociedades democráticas modernas es el debilitamiento de las jerarquías y un crecimiento de la "horizontalidad", resulta casi irremediable que el escepticismo sobre las autoridades y sus decisiones se convierta en fenómeno permanente.
Si la gente se siente más "igual" que sus gobernantes y dirigentes y si a menudo tiene tanta o mayor información que ellos, tenderá a asentir menos y a dudar más.
El extremo de esta actitud puede ser un cinismo destructivo. Pero su práctica más razonable conduce a algo distinto: que los ciudadanos requieran -y exijan- mayores y mejores explicaciones sobre las decisiones y conductas públicas... y hasta privadas.
Se trata, ni más ni menos, que de esperar una práctica cotidiana del siempre bien ponderado, pero poco aplicado, rendimiento de cuentas.
Fue esto último lo que faltó, precisamente, alrededor de la renuncia del ministro y viceministros de Hacienda por un supuesto cansancio colectivo. El presidente Miguel Ángel Rodríguez podrá insistir hasta el infinito en su derecho a que se le crea. Pero difícilmente obtendrá resultados frente a ciudadanos escépticos que necesitan razones verosímiles para convencerse, no argumentos de autoridad o entrega incondicional de la confianza.
Por supuesto que la oposición hizo un uso político de la coyuntura, pero su aparición solo se explica por el choque entre las expectativas de la gente informada y los argumentos insuficientes que se les dieron.
Si los gobernantes no lo entienden, seguro volverá a ocurrir.