Si resulta verdadero el anuncio del Gobierno norcoreano sobre el “éxito” de una prueba nuclear, el club de países que cuentan con esos “triquitraques” tiene ya a su octavo socio.
Parece altamente improbable que sea falso y solo es cuestión de pocos días para que la versión se pueda confirmar.
En una región estratégica como el Lejano Oriente, donde existen intrincados intereses en juego, con protagonistas que no olvidan un pasado lleno de accidentes, luchas y odios, y donde aún hay contenciosos pendientes de arreglo, el surgimiento de una potencia nuclear no es precisamente una buena nueva.
Hay razón suficiente para sentir preocupación, máxime si tenemos en cuenta la naturaleza de un régimen aislacionista y proclive a presentarse siempre como víctima del exterior.
Corea del Norte justifica así su discurso de autodefensa y su derecho a dotarse del arma nuclear como medio de disuasión ante una eventual agresión, entiéndase de Estados Unidos.
Guste o no, ese argumento está acorde con la concepción realista de que la lucha por el poder es lo que impera en las relaciones internacionales y, por tanto, los más fuertes prevalecen.
En lo moral, sin embargo, es inadmisible que un país que en los últimos años ha pedido ayuda urgente para paliar el hambre de su pueblo sí destine recursos para el desarrollo de una tecnología cara, para la guerra.
El informe de este año de Amnistía Internacional citó un estudio del Gobierno de Pyongyang, el Programa Mundial de Alimentos y la FAO, según el cual el 7% de la población infantil sufría grave malnutrición, el 37% padecía malnutrición crónica y el 23% tenía un peso inferior al normal.
Es una desfachatez demandar solidaridad internacional mientras se derrochan recursos en una carrera armamentista.
Igualmente es hipocresía que los países que ya se dotaron de armas nucleares encabecen el coro de condenas cuando, en su momento, blandieron sus razones para experimentarlas y desarrollarlas (¡hasta Pakistán e India criticaron a Norcorea!).
Se acepta, cual si fuese un axioma, que existen cinco potencias nucleares “oficiales”, a derecho (¿quién se lo dio?).
Pero, cuando se habla contra el peligro de que otros tengan esas armas, muy discretamente se evita decir (y mucho menos admitir) que la proliferación comenzó cuando aquellas naciones explotaron sus bombas.