Leo en La Nación del día en que comienzo a escribir este artículo que la NASA ha incluido entre sus proyectos importantes una búsqueda sistemática en el espacio por signos de inteligencia extraterrestre. Agrega la noticia que tal empeño busca confirmar empíricamente la convicción de los astrobiólogos de que en la vasta extensión del universo se cumplen más de una vez las condiciones que hacen forzosa la aparición de la vida y su evolución hasta organismos dotados de inteligencia. Pero si todavía no tenemos una prueba empírica de que no somos la única especie inteligente en el espacio, no sucede lo mismo en el tiempo. Sabemos hoy que hace solo cuarenta mil años convivíamos en la misma región con una especie humana que no era antecesora nuestra: el hombre de Neandertal, que pobló Europa mucho antes que nosotros.
¿Qué tiene esto que ver con el humanismo? Si entendemos la palabra como referente a los estudios de arte, literatura, filosofía, y disciplinas por el estilo, ¡muy poco! Pero si entendemos "humanismo" como reflexión del hombre sobre sí mismo, sobre su identidad, origen, misión o responsabilidades, ¡muchísimo! Para comenzar, podemos ver claramente que muchas concepciones tradicionales sobre lo humano quedan contradichas, por ejemplo la que entiende a la humanidad como una criatura única concebida desde la eternidad como pináculo de la creación. Por otra parte, la existencia en el pasado de otras especies humanas que dejaron de existir, subraya un aspecto de nuestra condición que tendemos a reprimir: el carácter fortuito y frágil de nuestra presencia en el planeta y la posibilidad muy real de que, por motivos aleatorios naturales o por propia irresponsabilidad, podamos cualquier día seguir a las otras especies humanas en su hundimiento total en simples vestigios fósiles. Pero contemos la historia en orden.
Cuatro especies humanas. Podemos considerar como primera especie humana madura al Homo erectus. Con cerebro grande y dientes pequeños, emergió en África hace unos 1.700.000 años. Es el primer primate dotado de posición erecta y bipedismo, con pulgares oponibles, en explorar y ocupar el resto del mundo y domesticar el fuego. Tenía ya el don de la palabra, a juzgar por la huella en el cráneo de la región cerebral que capacita para el lenguaje. Pobló Europa, China e Indonesia hace unos 1.500.000 años, donde evolucionó con el tiempo hacia los hombres de Neandertal, Pekín y Java respectivamente. En África se transformaría en Homo sapiens. Así, en esa época existieron en la tierra simultáneamente al menos cuatro especies humanas distintas, de todas las cuales tenemos restos fósiles. De ellas sólo sobrevivió, como hombre moderno, una variedad de la especie africana: Homo sapiens sapiens.
Durante un tiempo se creyó que los vestigios de esos cuatro "hombres" correspondían a precursores de las llamadas razas humanas. Hoy sabemos que las cosas sucedieron de modo distinto. En el caso de los europeos modernos --por ejemplo--, la forma del cráneo y las medidas de los huesos de las extremidades, así como el fechado de los fósiles respectivos, indican que no evolucionaron a partir de neandertales sino de una población que llegó a remplazarlos. Incluso existen análisis recientes de ADN obtenida de un fósil neandertal que parecen confirmar esta tesis. Este hombre de Neandertal --llamado así porque sus primeros cráneos fueron encontrados en el Valle del Neander, Alemania-- ocupó partes de Europa y el Cercano Oriente, de hace unos 200.000 hasta unos 30.000. Habitó desde Gales hasta Gibraltar y desde Moscú hasta Uzbekistán. Fósiles encontrados en Kebara, Qafzeh y Skhul, en Cercano Oriente, demuestran que coexistió en una misma región con sapiens sapiens por largo tiempo, entre 90.000 y 40.000 años atrás, sin mezclarse con él. Esta evidencia resultó devastadora para la teoría que consideraba al neandertal como antecesor nuestro.
Rasgos en común. Intentemos una semblanza de esos "primos" nuestros, los mejor conocidos de nuestras especies paralelas, comparándolos con nosotros. Tenían cerebro de mayor tamaño y cuerpo más pequeño, de donde concluimos que su capacidad intelectual habría sido igual o superior a la nuestra. De cuerpo sólido y huesos gruesos, estaban completamente adaptados al frío, a diferencia de nosotros, recientes emigrantes del África. Habrían sido probablemente menos sociables y conversadores. Con familias nucleares muy unidas, sus redes de apoyo más allá de la familia serían más bien débiles. Tenían menos movilidad dentro de su ambiente, rasgo que eventualmente les resultaría fatal, pues su vida sedentaria y aislada contrastaba con la de sapiens sapiens que había logrado inmunizarse contra muchas plagas por su continua movilidad en las márgenes del Mediterráneo. Caso parecido al de la conquista de las tierras americanas por los españoles, y consecuencias similares: es posible que la extinción de los neandertales fue causada por su falta de anticuerpos para resistir las enfermedades que contraerían al entrar en contacto con nosotros.
Por lo demás, habríamos tenido muchos rasgos en común: cerebros grandes, postura erecta, infancia larga, hábito de comer carne, posesión del fuego, capacidad para construir herramientas y hablar, culto a los muertos, incluso sensibilidad artística. No se han encontrado pinturas neandertalenses, pero sí un instrumento de música (flauta, en una cueva de Europa Central); en cambio, no hay vestigios de arte musical en relación con nuestros antepasados de esa época, aunque sí muchas y magníficas pinturas rupestres. El cerebro neandertal era chato en la cima y reducido en la frente, abultado en los lados y atrás, de donde puede concluirse que nuestro "primo" tenía capacidad visual mayor (lóbulo occipital amplio) combinada con menores dotes para el planeamiento (lóbulo frontal reducido). Habría sido así mejor observador que estratega, más eficaz en reacciones inmediatas que en acciones de largo plazo. Los investigadores piensan que fuera un trabajador empeñoso pero con poca inclinación por la exploración o el comercio. Por ejemplo, nunca construyó embarcaciones. Compartió con nosotros un mismo nivel tecnológico, con probables transferencias culturales durante la coexistencia de las dos especies en un mismo territorio. Pero tratándose de especies diferentes, es claro que no pudimos haber tenido intercambios genéticos.
Ausencia de un gran designio. Nos impacta el hecho de que una especie semejante a la nuestra, dotada de lenguaje, capacidad técnica y apreciación artística, haya desaparecido totalmente de la faz de la tierra. Sin embargo, la extinción de especies es la regla, no la excepción, en el mundo biológico. "Por cada especie viviente hoy, cien otras existen congeladas en los sedimentos rocosos de la tierra", nos recuerda E. Harth. Las especies humanas de esa época se extinguieron en proporción de tres sobre cuatro, si incluimos al hombre de Java y al hombre de Pekín. Lo cual nos deja una sobria lección: así como hemos emergido de la naturaleza podemos de nuevo disolvernos en ella. Hemos sabido desde siempre que somos, como individuos, mortales; es importante que hoy la ciencia nos diga que también lo somos como especie.
El destino de las especies humanas extintas pone en evidencia la ausencia de un gran designio --natural o sobrenatural-- para la creación del ser humano y subraya más bien que nuestra aparición y supervivencia han sido producto del azar. El hecho es que fuimos más afortunados que los neandertales y por lo menos otras dos especies humanas más. Técnicas de análisis comparativo de ADN, aplicadas a poblaciones humanas actuales, sugieren que también nosotros estuvimos cerca de extinguirnos por lo menos una vez, hace unos 100.000 años. Salimos ilesos de esa crisis y fue quizás ese trauma lo que nos impulsó hacia la modernidad genética y la descomunal aventura de poblar la tierra con nuevos seres parlantes que compensarían con creces la extinción de las otras especies.
La gran diáspora humana. Hace cien mil años gran parte de África estaba poblada de humanos muy semejantes a nosotros, anatómicamente ya modernos. Análisis de ADN han llevado a calcular el efectivo de la población humana de entonces entre un mínimo de diez mil y un máximo de cien mil individuos. Este número relativamente pequeño representa el efectivo de una especie apenas por encima del peligro de extinción. Por ese tiempo, una fracción de ese pueblo comenzó desde África subsahárica una expedición que la llevaría a colmar el resto del globo. Aparte de algunos hallazgos fragmentarios de fósiles, el apoyo para esta tesis viene de la biología molecular, que ha podido identificar las migraciones del pasado comparando ADN de poblaciones actuales. Entre más difiere el genoma entre dos poblaciones, más antigua es la separación de sus respectivos linajes. Por otra parte, la enorme uniformidad genética de toda la población actual del mundo tiende a demostrar que no hubo mezcla genética con las otras ramas descendientes del Homo erectus, que se trataba en efecto de especies diferentes.
Este método de análisis ha llevado a Cavalli-Sforza y Horai a construir modelos de la gran diáspora humana. Partiendo de África, la humanidad moderna llegó primero a Australia, siguió hacia Asia oriental, y arribó finalmente a Europa y América. Es muy posible que Australia, continente que fue ocupado hace unos 60.000 años, haya sido alcanzado desde África navegando a lo largo de las costas del sur de Asia. Sabemos poco sobre la llegada al Asia oriental, excepto que estábamos en China hace 67.000 años. La entrada a Europa, probablemente por Asia occidental, habría precedido un poco la desaparición del neandertal y se situaría por ahí de 40.000 años atrás. La entrada a América, vía Alaska, es la más difícil de fechar, pero habría ocurrido entre 15.000 y 50.000 años atrás. La coincidencia de estas conclusiones con las que se obtienen de datos arqueológicos contribuye a su confiabilidad. Esta diáspora repobló la tierra tan rápido (en unos 80 milenios) que no hubo tiempo para cambios evolutivos en la especie.
Enorme afinidad genética. Un resultado adicional muy importante de estas investigaciones ha sido la comprobación de una enorme afinidad genética entre todos los habitantes actuales de la tierra que echa por tierra la teoría del origen múltiple de la especie y con ella el equívoco concepto de raza. Este desbancamiento del concepto de raza es otro aspecto en que los nuevos hallazgos científicos sirven para plantar sobre una base muy sólida el nuevo humanismo, a saber, la unidad indisputable de nuestra especie humana. Las diferencias entre las llamadas razas, que impresionaron tanto a nuestros antecesores e impresionan todavía hoy a algunas personas, se refieren básicamente al color de la piel, los ojos y el cabello; a la forma del cuerpo y del rostro; y a algunos otros detalles que permiten a un observador clasificar a la gente por un simple vistazo. Estas características, al menos en parte de origen genético, corresponden simplemente a diferencias climáticas encontradas por Homo sapiens sapiens durante su gran diáspora. Veamos por qué.
Mientras el control tecnológico del clima fue modesto, reducido a la construcción de casas muy simples y a la producción de vestidos de pieles de animales, la adaptación biológica por selección natural fue inevitable. Comenzó a imponerse después del éxodo africano, cuando hubo que someterse a condiciones ecológicas y climáticas muy diferentes de las del continente de origen, excepto en las regiones tropicales. Tres o cuatro decenas de miles de años habrán bastado en cada caso para desarrollar tipos genéticos apropiados a los nuevos ambientes. El color oscuro de la piel protege a los que viven cerca del ecuador de inflamaciones cutáneas y cáncer producidos por rayos ultravioletas. La alimentación a base de granos, que se generalizó en Europa, no hubiera permitido a sus habitantes evitar el raquitismo, por carencia de vitamina D, pero la pérdida de pigmento fue permitiendo a los rayos ultravioletas penetrar en el organismo y producir la vitamina a partir de sustancias contenidas en los cereales.
Conclusiones erróneas y aberraciones morales. La forma y dimensión del cuerpo se adaptaron también a la temperatura y a la humedad. En la selva tropical caliente y húmeda, la talla pequeña, como la de los pigmeos, permite producir menos energía y menos calor en el interior del cuerpo durante desplazamientos. El cabello rizado permite al sudor permanecer más tiempo sobre la cabeza y prologa el efecto refrescante de la transpiración. El rostro y el cuerpo de los mongoles fueron seleccionados para proteger del frío intenso. Su cabeza tiende a la redondez y su cuerpo a ser voluminoso, lo que disminuye la superficie en relación con el volumen y reduce la pérdida de calor. La nariz pequeña reduce el riesgo de congelación y sus canales estrechos producen una entrada más lenta del aire, calentándolo antes de llegar a los pulmones. Párpados cargados de grasa proporcionan a los ojos aislamiento contra el frío, y su fina abertura protege contra el viento invernal siberiano.
Diferencias claramente visibles como estas nos influencian fácilmente y podemos derivar de ellas falsas conclusiones. Por ejemplo, que representan diferencias no visibles de mayor fuste, o que pueda haber "razas puras". Permiten a nuestro etnocentrismo concluir erróneamente que los hombres con apariencia distinta a la nuestra son menos inteligentes, o perezosos, o carecen de alma o sentimientos, o son malvados por naturaleza. Tales deducciones incorrectas han llevado y llevan todavía a aberraciones morales tan graves como la esclavitud, la discriminación, la persecución, o el genocidio.
La única raza: la humana. Gobineau, un inspirador del nazismo, llegó a afirmar que los europeos, sobre todo los de Europa central, eran la raza más pura genéticamente y la mejor dotada psicológicamente y en todos los otros aspectos, y que las mezclas debilitaban la raza. Hoy sabemos con toda seguridad que el ADN de los europeos constituye más bien un verdadero coctel genético: Cavalli-Sforza conjetura que este genoma contiene dos terceras partes de genes orientales y un tercio de genes africanos. Los datos del análisis molecular señalan que esta mezcla se produjo hace apenas unos treinta mil años...
Es difícil encontrar las razones, aparte de la impresión superficial y el deseo de dominio sobre otros pueblos, que hayan podido llevar a algunos filósofos del siglo XIX a recomendar crear o mantener una raza pura. Los criadores de animales domésticos estaban mejor informados: elevar la pureza de una cepa solo se logra por acoplamientos repetidos entre parientes próximos, lo que baja peligrosamente el nivel de resistencia a las enfermedades. Es el proceso contrario, la hibridación, lo que aumenta esa resistencia. Tan grave error de perspectiva era tal vez explicable en una época en que se clasificaba a los humanos solamente por caracteres visibles. Hoy, en cambio, se conocen con gran detalle otros tipos de variaciones invisibles que permiten demostrar que la homogeneidad genética no existe del todo en ninguna parte. Se sabe, además, que para alcanzar esa homogeneidad (que nunca podría ser total en los animales superiores), se requeriría cruzar la población entre parientes muy cercanos, como hermanos y hermanas o padres e hijos, durante por lo menos veinte generaciones. Las consecuencias de tal cruce serían absolutamente desastrosas sobre la fecundidad y la salud de los descendientes (¡como bien lo sospechó García Márquez!). Todo lo cual ha llevado a un investigador del calibre de Cavalli-Sforza a afirmar con firmeza que una pretendida pureza de raza es "inexistente, imposible y, además, totalmente indeseable". La posición sobre este punto del nuevo humanismo científico es pues clara: La única raza de que es posible hablar en relación con nuestra especie es la raza humana.