El abuso de los niños en sus más variadas formas, dentro y fuera de nuestras fronteras, en vez de decrecer, recrudece. Lo ponen de manifiesto las constantes denuncias sobre explotación sexual de menores; agresión física, sexual y psicológica, asesinatos, abandono, miseria y redes de trasiego, robo y venta de niños en Centroamérica, y un gran montaje internacional de mercaderes dedicados a este vil negocio, mediante los métodos más refinados de la tecnología.
La sustracción de niños de Guatemala para traerlos a nuestro país y de aquí trasladarlos a otros, como informamos la semana pasada, seguida de nuestro reportaje del lunes anterior sobre la oferta de niños por Internet, con el apoyo de agencias ilegales, con antifaz de protección de los niños, por medio del instituto de la adopción, nos enfrenta con un problema social de vastas proporciones y una estructura administrativa y técnica nacional débil y hasta impotente para contener este alud de mercaderes. Como en el caso del narcotráfico, del contrabando de mercaderías y del robo de vehículos, con ramificaciones internacionales, queda patente la desproporción entre la endeblez del Estado, de la sociedad y, quizás, de la voluntad, y el poder financiero y tecnológico de los delincuentes. Del fenómeno de la globalización estos grupos han explotado su vertiente expansiva de maldad, dentro y fuera del país, ante la cual debemos reaccionar. También debemos reaccionar ante los diversos y frecuentes atentados contra los derechos de los niños de los que da cuenta la prensa y de los muchos que quedan soterrados y no salen a la luz pública, por el miedo, la pobreza, la coacción y la participación de los propios miembros de la familia, esto es, de quienes deberían ocupar posiciones de vanguardia en defensa de la niñez. En fin, la niñez y la familia, fundamento de la sociedad, en plena crisis y expuesta a los mayores riesgos y adversarios.
El Estado debe modificar radicalmente su estrategia en todo lo concerniente a la protección y promoción de los derechos de los niños y de la familia, estampados en una amplia legislación, de origen nacional e internacional. El Patronato Nacional de la Infancia debe reestructurarse cualitativamente. Los hechos lo están desbordando a ojos vistas. La Asamblea Legislativa debe llegar a la conclusión de que su labor no termina con la elevación de las penas, convertida con frecuencia en una simple evasión para mostrar que se está haciendo algo, y las autoridades eclesiásticas deberían poner a punto su estrategia social. El gran tema de las patologías sociales, que minan las bases mismas de nuestra sociedad, se han desplazado de su visión orientadora por el atractivo o tentación que ejercen otras cuestiones económicas y políticas, que de por sí cuentan con una legión de seguidores y analistas. El debate nacional se centra en estas últimas, cuya importancia no se puede negar, en menoscabo, sin embargo, de las cuestiones antropológicas fundamentales. En esta materia, la gente necesita orientación, formación, impulso para la acción, esclarecimiento de conceptos, conjunción de fe y de razón, de prédica y ejemplo, de ideas y de participación. No hay que desviarse de los cometidos esenciales.
El nuevo obispo, a partir de hoy, de la diócesis de San Isidro de El General, Mons. Guillermo Loría, centrará su labor pastoral, según ha expresado, en tres ejes: la familia, la niñez y la juventud. Un trinomio indiscutible del que depende el futuro de nuestro país. En este sentido, debe ser motivo de honda reflexión el artículo del domingo pasado, en La Nación , del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, acerca del fenómeno de las “maras” o pandillas juveniles en Centroamérica, del que no somos una excepción. Es una cuestión política y social de primer orden que nos interpela a todos y que nos obliga a mirar lo que está pasando con otros ojos y otra actitud.