¿Qué podrá sentir un productor que envía un cargamento a los puertos de Limón y Moín, tras meses de intenso trabajo, riesgos de toda clase, pago de impuestos, pésimas vías públicas y papeleos interminables, y comprueba que unos cuantos dirigentes sindicales les impiden la exportación? El resultado es una mezcla de incertidumbre, desilusión y, sobre todo, de impotencia, ante la falta de autoridad de los gobiernos, esto es, ante el incumplimiento flagrante de los deberes básicos del Poder Ejecutivo.
El tortuguismo en los muelles o en las vías públicas, en el Valle Central, es la consigna eficaz, por sabida y aplicada, de los grupos de presión, y la táctica mágica capaz de obtener cualquier privilegio o satisfacer toda demanda, por disparatada que sea.
En esta oportunidad, en los muelles de Limón, se ha repetido la historia, reeditada con un nuevo capítulo. Alcanzado el objetivo que, por tres años, parecía imposible: el pago de ¢470 millones, derivado de incalificables privilegios, los dirigentes sindicales, no contentos con ello, han pasado a exigir, nada más y nada menos, el compromiso formal del Presidente de la República de no concesionar los puertos.
¿Por qué actúan así los dirigentes sindicales? Sencillamente, porque su fórmula y su táctica han sido en extremo rentables. El tortuguismo en Costa Rica también hace milagros: en nuestra fábula política, la liebre, en vez de echarse a dormir, segura de su poder, convencida de que se despertará a tiempo, más bien, se atemoriza por las tácticas de la tortuga y renuncia a su poder, el poder que juró usar por imperativo de la ley. Esta es una historia de vieja data en nuestro país.
Ante este cuadro político, ¡cuán doloroso debe ser perder un cargamento de frutas o de cualquier mercadería, rumbo a un país importador, por el imperio de unos dirigentes sindicales!, y ¡cuán frustrante ha de ser recibir la noticia de que los capitanes de barco han decidido zarpar para no incurrir en más gastos, o leer un comunicado de una empresa compradora sobre la rescisión de un contrato por la incertidumbre reinante en un puerto de Costa Rica, un país que se da el lujo de que unos revoltosos solo dejen entrar al muelle dos furgones por hora, en vez de 60, ante la mirada beatífica de las autoridades.
Estas son situaciones dolorosas y frustrantes para los productores, pero, sin duda alguna, motivo de júbilo para los dirigentes sindicales. Lo curioso es que, sabedor el Gobierno de estos desenlaces, de estas pérdidas, así como del desencanto e impotencia de los que trabajan y producen en vez de vivir a punta de privilegios, no haya tomado las providencias respectivas.
Una de ellas, la más sensata y eficaz, es impedir a tiempo el triunfo de la ilegalidad, cuya contrapartida son las pérdidas financieras y la justa ira de los exportadores, y sentar la responsabilidad correspondiente ante los tribunales de justicia. Esperamos que el Gobierno del presidente Arias envíe una clara señal de autoridad y de mando al país. Los dirigentes sindicales han traspasado todos los linderos.
No creemos que ese proceder conspire contra la paz. Por el contrario, la afirma y la sostiene por el respeto a la ley y el ejercicio de la autoridad, a fin de mantener el orden público. Un transportista, inmovilizado en Limón por el tortuguismo, declaró ayer: “Japdeva hace lo que le da la gana. Los que aguantamos hambre somos nosotros. Ellos se echan la plata con los beneficios. No sé qué está haciendo el Gobierno”. Parece un eco de gritos anteriores. El desarrollo, sin embargo, no se conquista con ecos, sino con una sinfonía de trabajo, autoridad y visión, que debe escucharse al unísono en el escenario nacional.