Siempre he admirado a los labriegos sencillos. Más allá de lo que, protocolariamente, nos dicta reconocerles nuestro himno nacional.
Para empezar, hermosa palabra es 'labriego', como hermosa es la gesta que a diario libran miles de ellos. Una lucha tradicionalmente ignorada y escamoteada.
Recientemente el ministro de Agricultura manifestó que si los labriegos no pueden competir en el actual mundo globalizado, tendrán que dejar su actividad.
No lo dijo aporreando frijoles bajo el candente sol de Upala ni colectando moras en una ventosa y helada mañana en Copey de Dota. Seguramente fue desde su plácida oficina en San José, a pocos kilómetros del elegante despacho del presidente del Banco Nacional, quien añadió que su banco ya no estará más cerca de usted (del agricultor en este caso), sino de quienes sí le garanticen la rentabilidad de sus créditos.
No más subsidios ni préstamos blandos, a revisar los costos de producción, a coordinar para evitar que todos siembren a la vez y haya sobreofertas.
¿Qué pretenden? ¿Qué el cebollero de Pacayas llame por celular al de Santa Ana para discutir de cuánto dispone cada uno? ¿Qué el platanero de Penshurt le mande un e-mail al de Pital para negociar cuotas? ¿Qué el melonero de Paquera haga un benchmarking con el de Guápiles?
Ningún gobierno tiene la autoridad moral para asfixiarlos, sin agotar antes las posible soluciones alternas.
¿Se han preocupado acaso por frenar la voracidad de los intermediarios? ¿Les ha perturbado la falta de caminos de acceso o de suficiente asistencia técnica? ¿Los desvela la dificultad que tendrían para cambiar un oficio de años?
Labriego. Hermosa palabra sin lugar a dudas. Nos dio eterno prestigio, estima y honor. Demasiada virtud para el insensible oído del mercado.