Costa Rica está viviendo un fenómeno inédito de posposición, quizás indefinida, del primer embarazo entre jóvenes que se encuentran en sus veintes y hasta en sus treintas, en lo que bien podríamos calificar como la segunda gran revolución reproductiva del país. Tal revolución está cuestionando algo que era hasta hoy incuestionable: la maternidad.
Aún no sabemos si los miles que le han dicho “no, gracias” a la maternidad optarán por ella alrededor de los 40 años de edad. Algunas lo harán. Pero otras –no sabemos en qué proporción– se quedarán sin hijos del todo, ya sea por elección o porque, cuando se decidan a ser madres, se habrá agotado el tiempo en su reloj biológico. Tendremos, entonces, para horror de biologistas y defensores del orden tradicional, generaciones en las que la cuarta parte o más ha renunciado a transmitir sus genes.
La primera revolución reproductiva en el país fue, como sabemos, la de la planificación familiar, iniciada a principios de la década de 1960. Consistió en el paso de las familias numerosas de siete hijos en promedio a las familias pequeñas de dos o tres hijos. Fue en gran parte el descubrimiento de que los embarazos no deseados se podían evitar y de que, dijeran lo que dijesen grupos extremos de derecha e izquierda, era aceptable que las parejas, o más específicamente las mujeres, quisieran tener una familia pequeña. La primera revolución consistió en pasar de una reproducción controlada por la religión, la sociedad o la naturaleza, a una reproducción controlada por los individuos.
La segunda revolución está cuestionando la mismísima reproducción.
Tendencia al descenso. La primera revolución reproductiva nunca puso en duda el valor de la maternidad. Alrededor de la mitad de las mujeres ya eran madres hacia los 21 años de edad, y cerca del 90% llegaba a serlo hacia los 35 años.
Estas cifras eran esencialmente las mismas en 1990 que en 1960 o, presumiblemente, antes.
El censo del 2000 muestra que el 93% de las costarricenses de 45 a 49 años de edad alcanzaron la maternidad, esto es, habían tenido al menos un hijo. El 7% de mujeres infecundas se compone principalmente de mujeres a quienes la naturaleza les negó la fertilidad, o la sociedad, por diversas circunstancias, las llevó al celibato (ejemplo: la monjita, o la tía que renunció al matrimonio por cuidar a sus padres, sus hermanos y sobrinos, o que la obligaron a renunciar, como en la novela de Laura Esquivel Como agua para chocolate ). Sería muy raro encontrar en este grupo a mujeres que, teniendo una pareja, por decisión propia optaron por no tener hijos (nótese la diferencia entre optar por el celibato y optar por la infecundidad). Tal cosa, negarse a ser madre, hasta hace pocos años era inconcebible en una mujer “normal” y en su sano juicio. La maternidad era en Costa Rica un valor muy preciado, casi reverenciado. Prácticamente, todas las mujeres aspiraban a ser madre, pues así es como “se realizarían como mujer”.
Pero de 1990 para acá, cifras del INEC de nacimientos primogénitos muestran una inequívoca tendencia decreciente. La edad mediana a la maternidad, o sea, la edad a la que el 50% de las mujeres son madres, según las tasas del año en estudio, ha aumentado de menos de 21 años a más de 23 años entre 1990 y el 2006. Este cambio se refleja de manera dramática en la caída del porcentaje que llegaría eventualmente a ser madre, de 90% en 1990 a 74% en el 2006.
Explicaciones cajoneras. No queda espacio para profundizar en las causas y consecuencias de esta estampida de la maternidad. Las explicaciones cajoneras –mayor educación y trabajo de la mujer, consumismo y gusto por la buena vida, alto costo de criar hijos– no bastan. En parte, la tendencia podría ser una expresión del Síndrome de Peter Pan que aqueja a los jóvenes de hoy que se niegan a crecer y hacerse adultos, en cuyo caso el primer hijo llegará en cuanto superen la “adultecencia” en que se encuentran. Pero, a juzgar por lo ocurrido en otros países, especialmente en la Europa del Mediterráneo, es muy probable que se trate de un cambio más profundo en los valores de los jóvenes hacia una cosmovisión mucho más secular, individualista y posmoderna.
Entre las muchas consecuencias, una pertinente en esta época es las malas nuevas para el comercio que lucra con el Día de la Madre, pues este es y será cada vez menos relevante.