Mujeres, ¡denuncien! No ha nacido el hombre que tenga el derecho de mancillarlas ni física ni mentalmente. Son ustedes un gran tesoro, el verdadero altar de la patria.
Si sienten que su dignidad está siendo aplastada por un hombre, simplemente porque es hombre, enfréntenlo, denúncienlo, hablen con sus esposos, hermanos, novios, amigos, cuéntenles a todos que un torturador agobia sus almas, que un miserable ha alterado sus vidas, que un indeseable ha alterado su paz. “El que lesiona a otro, me lesiona a mí”. Exhiban al acosador, porque muchas de las que no denunciaron han terminado golpeadas o muertas. Es mejor el escándalo que la tumba. Tienen todo el derecho a la paz de espíritu que pomposamente declaramos los hombres, pero que parece un bien pensado solo para varones.
Ustedes tienen el don de la vida. Solo por ese hermoso tesoro merecen nuestro respeto y veneración. Denuncien a todo el que intente convertirlas en mero pedazo de carne, a todo el que las sigue y persigue, hasta respirar sobre sus pensamientos, quitándoles la paz con mil excusas para encubrir su perversión e inmundicia. No duden, no tengan lástima, que hay una señora, una madre, una heroína en la Asamblea Legislativa que debe estar enfrentando lo inimaginable para que su majestad de mujer, de ser humano, se respete. Ahí está ella, luchando, como nos ha dicho que siempre ha luchado. Hay majestades que se forjan en el yunque del dolor. Hay lágrimas que sanan, hay lágrimas que liberan.
No sufra más. Los acosadores son depravados que, no contentos con tener el alma perdida y el cuerpo en descomposición, también esparcen sus esencias nauseabundas por doquier. Paremos la inmundicia, limpiemos la sociedad de estos pervertidos, que muchas veces ni siquiera reconocen que sus canas no solo ponen más en evidencia sus vicios, sino que además los hace notorios, ridículos y repulsivos. El típico viejo verde, el manoseador, el inmundo de la mirada lasciva y el piropo lujurioso anda suelto, ahí, en su oficina, en el bus, en la calle y, por confesión de un futbolista, hasta en la cancha. Ese viejo verde no respeta a madres o esposas. Parece que esos títulos, dignos de la mayor veneración, exacerban su perversión y vulgaridad, esa incontinencia de la entrepierna, que se traduce en la tortura psicológica y espiritual de su desdichada víctima. Sí, hay una madre sufriendo, como debe de haber miles. No sufra más: denuncie. Pásele sus tormentos a su acosador, que es él quien los ha provocado. Suelte esa cruz y denuncie.
No permitan comentarios ni gestos que les quiten la paz. Si el depravado lo hace en secreto, exhíbanlo en público. Lleven luz sobre tanta oscuridad, de modo que el pervertido pierda terreno, tiempo y oportunidad para atormentar a su víctima. Córtenle espacios, incrépenlo, háganle notar que se han dado cuenta, que otras personas lo saben y, llegado el momento, denuncien urbi et orbi, para que la Verdad las haga libres, sí, la Verdad.
Mujeres: ustedes son el verdadero Templo. ¡Saquen a los mercaderes del Templo! Hombres: señalen, enfrenten y exhiban a estos profanadores de madres, esposas, hermanas e hijas.