Con la reciente demanda presentada por Costa Rica contra Nicaragua, el pasado 29 de septiembre, en La Haya, Centroamérica se consolida nuevamente como región vanguardia en América Latina en cuanto al recurso a la justicia internacional. Como señalaba en un artículo anterior en esta página (edición del 10 de abril del 2000), el protagonismo de los Estados centroamericanos ante la jurisdicción internacional por excelencia, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), se puede explicar en parte por la tradicional confianza en el derecho y la justicia internacional demostrada por estos Estados (los primeros en haber creado en 1907 un tribunal internacional en la historia, la Corte de Justicia Centroamericana); ello sin olvidar que Centroamérica concentra un elevado número de litigios territoriales solucionados mediante arbitraje (laudo arbitral del emperador de Austria, entre Gran Bretaña y Nicaragua, 1881; del presidente de EE. UU. Cleveland entre Nicaragua y Costa Rica, 1888; del presidente de Francia Loubet entre Costa Rica y Colombia, 1900; del rey de España entre Honduras y Nicaragua, 1906; del Chief Justice White entre Costa Rica y Panama, 1914; y del Chief Justice Hugues entre Honduras y Guatemala, 1933).
De los innumerables litigios territoriales entre Estados que sacuden regularmente Latinoamérica, los únicos llevados ya no ante un arbitraje sino ante la CIJ han sido disputas entre Estados centroamericanos: la primera (1960), sobre la validez de la sentencia del rey de España (Honduras contra Nicaragua); y la segunda, que dio lugar al fallo de 1992 entre Honduras y El Salvador (en este último caso la CIJ aceptó, por vez primera en su historia, la intervención de un tercer Estado: Nicaragua). Para ser completos, además de los diferendos territoriales sometidos a la CIJ, habría que añadir el caso Nottebohm (Liechtenstein contra Guatemala, 1955); y, sobre todo, el histórico fallo en el caso que opuso Nicaragua a EE. UU. ante la CIJ (1986), en el que el máximo órgano judicial de las Naciones Unidas condenó, por vez primera en la historia, a una potencia mundial. En otras palabras, de seis controversias sometidas por Estados de América Latina y que concluyeron con un fallo de la CIJ, cuatro conciernen disputas entre Estados centroamericanos o entre uno de ellos con un Estado extrarregional. Ello significa que las cancillerías centroamericanas (y en particular la de Nicaragua) están mucho más familiarizadas con los procedimientos de la CIJ que sus homólogas hispanoamericanas.
Nicaragua, un caso atípico. Nicaragua presenta un nivel de actividad nunca visto ante el juez de La Haya: además de los dos casos citados contra Honduras (1960), y contra EE. UU. (1986), y de su intervención en la contienda Honduras-El Salvador (1992), es menester recordar las dos demandas planteadas en 1986 sobre acciones armadas, una contra Costa Rica y otra contra Honduras, mientras aún la CIJ zanjaba la controversia contra EE. UU. (demandas que no llegaron a una decisión de la Corte sobre el fondo). Más recientemente, Nicaragua introdujo dos demandas, esta vez para intentar hacer valer sus derechos en el mar Caribe, una contra Honduras (el 8 de diciembre de 1999) y otra contra Colombia (6 de diciembre del 2001), casos actualmente pendientes de resolución. Notemos que pocas veces en la historia, un Estado se ha atrevido a llevar en forma simultánea dos o más demandas, dado el alto costo que co n-lleva una acción ante la CIJ. La reciente demanda de Costa Rica contra Nicaragua difiere del protagonismo nicaragüense anterior en La Haya, puesto que, esta vez, Nicaragua aparece (como en su primera aparición en 1960), como parte demandada... y no demandante.
Es oportuno indicar que Nicaragua ha contado en el pasado con la ayuda de tal vez dos de los máximos representantes de la ciencia del derecho internacional, uno, el británico Ian Brownlie, verdadero monumento viviente del derecho internacional; y el otro, el francés Alain Pellet, universitario poco conocido internacionalmente hasta el día en que, por gestiones del entonces Gobierno socialista de François Mitterand, integró el equipo que asesoró exitosamente a Nicaragua en su contienda contra EE. UU., y quien, desde entonces, se ha convertido en una de las eminencias de la escuela francesa del derecho internacional y en un asesor internacional muy solicitado.
Los "concejales de la Corona". Al revisar los fallos de la CIJ, resulta evidente que los Estados que se presentan ante la barra en La Haya solicitan siempre, además de los servicios de juristas y de diplomáticos nacionales, los de prestigiosos internacionalistas pertenecientes a un "invisible college of international lawyers" (según la expresión del profesor Oscar Schachter) que gravitan alrededor del microcosmo de la CIJ: unos 12 juristas a lo sumo, en su gran mayoría profesores universitarios, cuyos nombres aparecen regularmente en los equipos contratados por los Estados para asesorarlos en la mejor definición de su estrategia jurídica. En este grupo predominan netamente dos nacionalidades: la británica y la francesa. En una publicación de la ONU de 1999, el profesor español Ignacio Sánchez Rodríguez señala que, entre 1945 y 1998, los profesores británicos y franceses asesoraron a diversos Estados en 28 ocasiones, mientras que sus homólogos belgas en 9 oportunidades y los pertenecientes al "círculo suizo" de Ginebra en 6. Más significativo aún, en un período de 12 años (1986-1998), Alain Pellet señala que de los 14 asesores que han participado en tres casos o más, 6 son británicos, 4 franceses, los otros 4 son norteamericano, australiano, belga y uruguayo).
Y es que presentar alegatos la CIJ es todo un arte: compuesta por 15 jueces de nacionalidades y culturas jurídicas diferentes, de los cuales, "se puede decir grosso modo que 8 pertenecen a la cultura jurídica latina o romano germánica, 4 a la cultura de common law, los otros son más o menos clasificables" (dixit Alain Pellet), la CIJ es además un órgano oficialmente bilingüe (inglés y francés).
Este último detalle ha revelado ser de sumo cuidado para los Estados y sus asesores, pues varios de los jueces se han mostrado extremadamente sensibles al uso del idioma y más aún a los argumentos jurídicos esgrimidos en su idioma natal. Esta combinación de culturas jurídicas y esta sensibilidad lingüística (que se complican aún más cuando cada parte designa a un juez ad hoc) obligan ineludiblemente a los Estados a contar siempre entre sus filas a un internacionalista de cultura jurídica de common law y a otro de cultura jurídica romana, y a mantener el equilibrio lingüístico del equipo encargado de presentar oralmente sus alegatos.
¿Cuanto cuesta una demanda ante la CIJ? No existe, a ciencia cierta, una respuesta y es entendible la gran discreción de los Estados sobre este tema.
Para el jurista francés Jean-Pierre Cot, se trataría de "varios millones de euros", mientras que el asesor británico Derek Bowett sitúa el monto entre 3 y 10 millones de dólares. Por su parte, Alain Pellet indica que, en el caso del Golfo de Maine (1984), EE. UU. reconoció haber superado los 8 millones de dólares, mientras que Canadá reconoció un gasto por 6,5 millones de dólares. En cuanto al mínimo histórico practicado, este mismo autor cita el caso entre Burkina Faso y Malí (1986) que ascendió a menos de medio millón.
La escala de 3 a 10 millones antes mencionada puede servir a ponderar cables periodísticos indicando que Nicaragua habría reservado una partida de 5 millones de dólares para sufragar los gastos de su demanda contra Honduras en diciembre de 1999.
La Haya: una decisión difícil. Recurrir a la CIJ para resolver un litigio interestatal no es una decisión fácil. Más aún cuando se trata de precisar derechos territoriales entre dos Estados vecinos. Además del alto costo político (dado que nadie puede vaticinar del contenido del fallo de la CIJ), de las dificultades de diversa índole (logística, lingüística, administrativa) que deben superar las cancillerías al organizar la defensa jurídica del Estado, existe también un desgaste humano e institucional (la CIJ enfrenta problemas para rendir una justicia pronta y cumplida, pero ello obedece a que, usualmente, son las mismas partes las que deciden extender los plazos para presentar sus respectivas réplicas y dúplicas, solicitando incluso una tercera ronda de alegatos). Ello sin contar el efecto perturbador para las relaciones bilaterales entre Estados vecinos por el hecho de esperar entre 4 y 6 años un fallo precisando el alcance de sus respectivos derechos.
En cuanto al costo económico, este ha sido, curiosamente, plenamente asumido por Estados de menores recursos (en lo que se refiere a Latinoamérica, dos de los países más pobres después de Haití -Nicaragua y Honduras- han recurrido a la CIJ en distintas ocasiones). Pese a estos escollos, la decisión de ir a La Haya para dirimir una controversia de gravedad siempre debiera de ser saludada como una señal firme e inequívoca de los Estados en favor de la preeminencia del Derecho, más aún en una época como la actual, en la que la lógica de la fuerza pareciera amenazar el delicado equilibrio de nuestra convulsionada sociedad internacional.