El primer poder de la República no tiene ley aplicable ni un reglamento sobre el acoso sexual –en casa de herrero…–, como sí lo tienen algunas otras dependencias públicas y algunos ministerios.
A raíz de un presunto acoso de un diputado a una asesora legislativa que con él laboraba, se ha dicho por parte de diputados y desde la Casa Presidencial que el parlamentario debe renunciar a su inmunidad. Ese privilegio por razón del cargo hace que los diputados no puedan ser juzgados por los tribunales comunes sin que antes se dé el desafuero por parte de la cámara legislativa.
Tal solicitud de renuncia a la inmunidad, que no al cargo, constituye una cortina de humo para que el asunto se diluya en terrenos abiertamente insospechados y se pierda por los montes de Ubeda. Debe tomare en cuenta que nuestra legislación ha radicado el tema del acoso sexual en el ámbito de las relaciones laborales, pero no en lo que toca al tema de los representantes populares en cuanto tales en relación con sus subalternos.
Lo primero que hay que preguntarse es si en nuestro medio existe o no el delito de acoso sexual que pueda ser perseguido penalmente y que amerite el desafuero, la respuesta es que tal figura punitiva únicamente se encuentra tipificada en la “Ley integral para la persona adulta mayor” de 1999, cuyo artículo 59 denominado “agresión sexual” reza: “Será sancionado con prisión de uno a tres meses quien acose sexualmente a una persona adulta mayor con proposiciones irrespetuosas o ademanes grotescos o mortificantes. La pena será de tres a seis meses de prisión cuando el acoso sexual consista en tocamientos inmorales o actos de exhibicionismo.”
Devaluación ética. El sujeto pasivo o víctima de ese ilícito es el adulto mayor, que son la personas de 65 o más años de edad, y la analogía no está permitida en materia penal. Esa artificial forma de abusar del derecho pidiendo la inocua renuncia del fuero, parece ya moneda corriente en nuestro medio en el que las disposiciones legales parecieran estar hechas para la burla de los maestros de las triquiñuelas y engañifas, y quienes lo hacen pasan, a juicio de algunos, no por desvergonzado sino por audaces.
No habiendo razón para someterse a los tribunales comunes a nada conduce la renuncia a la inmunidad, que no sea para que se laven las manos aquellos que deberían tener medios apropiados para que actos de esa naturaleza no queden impunes al menos en el ámbito de la ética –palabra, también en franca devaluación-, pero tal aspiración en el mundo de la política cae en terreno estéril y seco.
Por su parte, el Directorio legislativo ha optado por seguir un procedimiento administrativo abreviadísimo, por lo términos fijados en su resolución, mediante un órgano director, en aplicación, dice su acuerdo, del artículo 308 de la Ley General de la Administración Pública. Pues bien, ese precepto señala que el procedimiento administrativo debe instaurarse en aquellos casos en que “el acto final puede causar perjuicio grave al administrado, sea imponiéndole obligaciones, suprimiéndoles o denegándole derechos subjetivos, o por cualquier otra forma de lesión grave y directa a sus derechos o intereses legítimos…”
Si ese proceso es esencialmente disciplinario, lo que cabe preguntar es cuáles sanciones, previamente tipificadas –principio de legalidad-, tiene a mano el Directorio para iniciar el procedimiento, formular el pliego de cargos y advertirle al investigado no sólo de los hechos que se investigan sino de su presunta penalización. ¿O este es otro sainete?