El mensaje del papa Juan Pablo II para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz del 2003 tiene una particularidad: constituye un homenaje al papa Juan XXIII en el cuadragésimo aniversario de su gran encíclica Pacem in terris, promulgada el 11 de abril de 1963. De aquí el lema de esta jornada: “Pacem in terris una tarea permanente”. Se conjugan, en este mensaje, la visión histórica de Juan XXIII con la capacidad analítica de Juan Pablo II, quien extrae de ella sus líneas doctrinarias esenciales, la sitúa en su contexto histórico y, a su luz, explica los cambios espectaculares ocurridos en estos 40 años en el mundo.
Por ser la paz en la Tierra una tarea permanente, lema de este mensaje papal, la encíclica Pacem in terris no se entendería cabalmente sin los antecedentes terribles del “estallido de dos guerras mundiales y la consolidación de dos sistemas totalitarios demoledores”, causa principal del desorden reinante en el mundo. Consecuencia de este desorden fue la erección del “muro de Berlín”, en 1961, dos años antes de la encíclica papal, y la crisis de los misiles en Cuba. En este entramado histórico, el papa Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II. Desde esta perspectiva, esta encíclica fue, pese a las circunstancias, un acto de fe en la posibilidad de la paz y en el ser humano, así como una interpretación de “los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia”, entre ellos “el inicio prometedor de una revolución espiritual”. Esta visión de la humanidad, no obstante el desorden prevaleciente, explica la enunciación entusiasta de los cuatro pilares que sustentan la paz: la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Esta revolución espiritual que el papa Juan XXIII entreveía, a contrapelo de los signos externos, cristalizó en una nueva consciencia de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables que, a la vez, tendría profundas consecuencias públicas y políticas. Esta fuerza interior cambió la historia. A partir de aquí, el papa Juan Pablo II, como testigo y actor excepcional de esta transformación, toma el relevo de su antecesor y repasa sus capítulos sobresalientes: lo ocurrido en Europa central y oriental, una victoria de los derechos humanos. De este modo, quedó comprobado, una vez más, que estos no constituyen ideas abstractas, sino que contienen y expresan vastas consecuencias prácticas. Este movimiento por los derechos humanos dio expresión política, como dice Juan Pablo II, “a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea” para verificar, a la vez, una ley de la historia: la paz y el progreso solo pueden alcanzarse a través del respeto a la moral universal.
El mensaje papal subraya, asimismo, el espíritu profético de Juan XXIII, al conferirle al bien común –“bien común universal”– una perspectiva globalizadora, promovida por una autoridad pública a nivel internacional, Naciones Unidas, y el consenso de todas las naciones. Esta visión precursora de Juan XXIII requiere, sin embargo, como agrega Juan Pablo II, la realización de la carta de los deberes humanos universales, como ámbito de realización de los derechos humanos. Este debe ser el eje ético del nuevo orden internacional, a fin de constituir una nueva organización de toda la familia humana. A la luz de estos principios, el mensaje papal para el 2003 analiza la situación en Oriente Medio, traza las premisas de una paz duradera e invita al cumplimiento generoso de gestos de paz a fin de crear una cultura permanente de paz.
El papa Juan Pablo II sintetiza la herencia de su egregio antecesor en esta expresión: “El beato Juan XXIII era una persona que no temía el futuro”, quien, incluso en un contexto de desesperanza, propuso a los líderes una nueva visión del mundo. Esta es su herencia, retomada por el propio Juan Pablo II –“No tengáis miedo”– en su discurso papal inaugural. El llamamiento y lema de ambos pontífices no representa una simple invitación teórica. La historia ha probado, en la segunda parte del siglo XX, que la defensa, promoción y vivencia de los valores del espíritu son productivos en todos los órdenes y, concretamente, en la realización permanente de la paz en la Tierra (Pacem in terris). Un compromiso y una proclama realista de optimismo.