La vejación y homicidio de niños provoca un clamor por la pena de muerte como medio ejemplarizante y disuasorio. En Costa Rica se aplicó este suplicio, al inicio con fundamento en la legislación española y luego basado en normas constitucionales y legales propias. Contra la pena capital se levantaron voces en el pasado, como la del general Tomás Guardia, Dr. José María Castro Madriz, Julián Volio, José María Astúa y Carlos Gagini.
Los medios utilizados para ejecutar el castigo fueron diversos, según relata y documenta Carmen Lila Gómez, en su libro La pena de muerte en Costa Rica durante el siglo XIX . Quemaron viva a una india esclava por fugarse del cacique Coaza; por sublevarse en Talamanca, arcabucearon al cacique Pablo Presbere, su cabeza fue cortada y puesta en un palo alto para ser vista; ahorcaron a Vicente del Castillo el mismo día de su sentencia, por abandonar al Gobernador en su expedición; ejecutaron tres enfermos de lepra recluidos en el Lazareto, entre ellos una mujer, por evadirse del centro; por asesinar a su marido, el 27 de noviembre de 1861, se condenó a muerte una mujer embarazada y a su amante, pero la pena se ejecutó el 5 de marzo de 1863 por cuanto, en caso de mujeres encintas, la sentencia se cumplía pasados los cuarenta días siguientes al parto, más de 500 personas presenciaron la ejecución; por razones políticas (insurgencia), fusilaron, entre otros, al expresidente Juan Rafael Mora, al general José María Cañas, a Francisco Morazán, y ajusticiaron por la espalda a Vicente Villaseñor, como prescribía la ley, por habérsele calificado de “traidor” al participar en el “Pacto del Jocote”.
Rituales. Hubo ritos en ciertas ejecuciones públicas. El 5 de noviembre de 1863, un reo prófugo que sería ejecutado fue conducido en procesión de la cárcel pública al cementerio de San José, llevaba la cabeza rapada, descalzos los pies, los brazos atados atrás con una cuerda, portaba una túnica blanca de mangas encarnadas, y del cuello colgaba una cadena de hierro que sostenía el cabo de la escolta. Como era costumbre, el cadáver quedaba expuesto hasta después de puesto el Sol, y una numerosa concurrencia presenciaba el hecho.
Ante este escenario tenebroso, donde las sentencias se cumplían, como regla general, 24 horas después de dictadas, el general Tomás Guardia, al conmutar una pena de suplicio, estableció el principio de la “inviolabilidad de la vida humana” en un discurso pronunciado el 14 de agosto de 1877.
Actualmente no puede restablecerse la pena de muerte por cuanto el Parlamento, aun investido del poder constituyente derivado, carece de competencia para reformar el artículo 21 constitucional que proclama la “inviolabilidad de la vida humana”. Solo mediante la convocatoria a una asamblea nacional constituyente, titular del poder constituyente originario, podría incorporarse nuevamente la pena capital. Pero, a pesar de esta posibilidad jurídica, al aprobarse y ratificarse la Convención Americana sobre Derechos Humanos, se asumió el compromiso de no restituir esta penalidad que fue suprimida hace más de cien años.
Frente a esta realidad jurídica, y por ser irrazonable pensar en restablecer este cruel castigo, solo procede “agravar” y “asegurar” el cumplimiento de las penas impuestas en estos crímenes abominables contra los niños, modificando con rigor el acceso al “régimen de beneficios” como el de la “libertad condicional”, que facilita la salida de prisión al descontarse la “mitad” de la condena, y los descuentos del “dos por uno” (dos días de trabajo por uno de prisión).
Y bueno es recordar las palabras del general Tomás Guardia, quien hizo posible la abolición de la pena de muerte: “La sangre y las lágrimas derramadas por la acción de un crimen, no se recogen por la sangre y las lágrimas que en castigo haga derramar la ley”. Y agregó que la muerte del culpable impedía su remordimiento, lo que se lograba cuando, en la soledad de su conciencia, descontase uno a uno los días de su condena.