El origen de la palabra “política” se remonta al griego polis, que significa ciudad, la que, con el evolucionar de la sociedad, condujo a la agregación social denominada “Estado”, a partir del cual la Real Academia de la Lengua Española identifica en la dicción política un carácter polisémico, del que interesan las siguientes acepciones: “Dicho de una persona: que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado. Arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados. Actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos. Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”.
Consecuentemente, la política es asunto que incumbe a toda persona que vive en un Estado y, particularmente, cuando de ella se deriva la elección de quienes dirigirán los asuntos públicos, es decir, la formación del gobierno, que debe abocarse a la búsqueda del bien común para alcanzar el objetivo de la política señalado por Aristóteles cuando manifestó que “todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política”.
Para que el actuar de la política sea eficaz, al menos en una democracia, debe partir del diálogo abierto a todas las personas que habitan en el Estado en cuestión, de forma que, libre y transparentemente, se pueda buscar el bien común, que necesariamente debe comprender el bienestar tanto de las mayorías como de las minorías.
Mal inicio. A contrario sensu, la discusión iniciada a partir de etiquetas o estereotipos que ubican a las personas en una u otra posición extrema, suelen conducir a la visión de túnel, donde cada contendiente centra la atención en un único punto percibido como amenazante, con lo cual se pierde la apertura necesaria para la búsqueda sincera y generosa del bien común.
Por ello, etiquetas como progresista, conservador, radical religioso, cristiano fóbico, de derecha, de centro, del medio, anticuado, liberal, defensor de derechos, opresor, agresor, igualitario, nazi, fascista, pervertido, intolerante, depravado, homófobo y muchos otros, al colocar a los contendientes en extremo opuestos, incitan a la confrontación y destrucción recíproca, en lugar de la conciliación constructiva.
La actual contienda electoral ha devenido en una lucha de estereotipos, que, quiéralo o no, ha distanciado la política electoral de todo objetivo altruista y parece poco probable que los contendientes estén dispuestos a dejar sus lanzas y escudos antes del desenlace del próximo primero de abril.
Sin calificativos. En este contexto, pareciera que el optimismo que se puede tener en este momento es que el futuro presidente Alvarado (cualquiera de los dos, Fabricio o Carlos), antes de recibir la banda presidencial se despoje tanto de las etiquetas que recibió, como de los estereotipos con que ha calificado a su oponente, para que pueda ejercer una de las más nobles de las profesiones humanas, la política, con el decoro que ella merece y el país demanda.
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Si así se hace, es probable que en futuras citas electorales se centrará la atención en la discusión de propuestas para resolver los problemas nacionales, sin el uso de etiquetas y estereotipos que no suman al ejercicio pluralista de la democracia, necesario para el desarrollo integral del país.