En su informe anual a la nación, el presidente Miguel Ángel Rodríguez sugirió la necesidad de introducir una reforma profunda al Estado costarricense, que le permita pasar de un sistema presidencial a uno semiparlamentario. Según el Presidente, esa podría ser una formula eficaz para alcanzar mayor gobernabilidad democrática, lograr que las decisiones se adopten en un tiempo razonable y hacer responsable político al Parlamento ante la sociedad civil y al ejecutivo ante el Parlamento.
Dicha sugerencia no es original; por lo tanto, no tiene nada de novedosa, como se ha sugerido. En los últimos años, ya algunos académicos y políticos han presentado planteamientos parecidos. Además, en la corriente legislativa existen varios proyectos de reforma constitucional que propician formas atenuadas del gobierno parlamentario.
Es más, si se realiza un detenido análisis de nuestro régimen constitucional, es posible identificar un sistema híbrido entre el presidencialismo y el parlamentarismo.
La característica principal para clasificar la forma de gobierno imperante en un país debe ser el origen de la estructura del poder: ¿quién es el jefe de Gobierno y cómo se designa? Si se elige por votación popular, al igual que los miembros del Parlamento, estaremos ante un esquema de separación de poderes, típico de un régimen de estructura básicamente parlamentaria.
Condenado a muerte. De acuerdo con tales características, pareciera que cualquier intento de transformar nuestro sistema de gobierno en parlamentario estaría condenado a muerte. Nada de nuestra experiencia tiene que ver con algo semejante. El hecho de que hayamos vivido con intensidad el centralismo político y concentración de poder en la persona del presidente, desde la colonia hasta hoy, constituye la principal barrera para cualquier intento revolucionario de reforma y transformación. Además, tener un régimen de corte presidencialista no ha sido un pecado para nosotros, más bien ha sido un éxito para la vida institucional del país en su práctica democrática y en su desarrollo institucional.
Efectuemos un esfuerzo de abstracción: pensemos que al presidente y al gabinete los va a elegir el Parlamento. ¿Es eso posible en Costa Rica? ¿Aceptarían esa posibilidad los ciudadanos? Pensemos también que el Gobierno va a ser responsable desde el ámbito político ante el Parlamento y que, entonces, este lo pueda censurar, lo que implicaría su caída O bien, imaginemos que el Gobierno disuelve el Parlamento y convoca a elecciones anticipadas. ¿No creen que ello se prestaría para cualquier tipo de irresponsabilidad en una sociedad tan politizada como la nuestra?
Falso dilema. Dejando de lado lo anterior, es necesario preguntarse por el presidencialismo o el parlamentarismo, como soluciones a los problemas de la gobernabilidad que hoy experimenta el país. En nuestra opinión, es ese un falso dilema ya que en ninguna parte del mundo existen formas puras de gobierno; además, porque la dificultad que hoy tiene el Estado para solucionar los problemas y satisfacer las necesidades y demandas de la sociedad civil poco tiene que ver con nuestra forma de gobierno. Lo mismo habría que decir del problema fiscal, de la deuda pública, la corrupción, la inseguridad, el debilitamiento de los servicios públicos y todo lo relativo a la administración de justicia, la cual hace mucho dejó de ser pronta y cumplida.
De ahí, pues, la decisión sobre la forma de gobierno que se quiera implantar en Costa Rica, en modo alguno debe ser solo el resultado de una discusión académica; por el contrario, debe efectuarse en función de la experiencia histórica, las tradiciones, los principios y valores y, en suma, de la cultura imperante en el país. Por ende, la solución de los problemas nacionales debe buscarse, principalmente, mediante las políticas públicas o gubernamentales, puesto que es falsa la premisa de que, transformando nuestro sistema presidencial en parlamentario, se van resolver, como por arte de magia, nuestros problemas.
Reformas mínimas. No obstante, lo dicho aquí no significa que hay que cruzarse de brazos. Para superar la rigidez del sistema presidencial que vivimos, así como la decadencia del Parlamento ante el Poder Ejecutivo y otros problemas, que no son del caso citar ahora, se deben introducir, como mínimo, las siguientes reformas: en el plano electoral, ha de cambiarse el sistema de elección de los diputados, pasando de listas cerradas a listas abiertas, crear distritos electorales, instaurar elecciones de medio período y permitir la reelección limitada de los diputados. En el plano institucional, el Parlamento debe ratificar el nombramiento de algunos funcionarios, como ministros, embajadores, presidentes ejecutivos y miembros de las juntas directivas, instaurar el voto de censura, con destitución forzosa de los funcionarios censurados, permitir la interpelación de ministros con mayoría simple y fortalecer y regular las comisiones especiales investigadoras. Por último, se tiene que modificar el reglamento interno de la Asamblea Legislativa para establecer la vía rápida, el debate político reglado y el uso de la palabra por fracciones y no individualmente, como ocurre hoy.
Tales reformas, sin ser traumáticas o radicales, como la sugerida por el Presidente, contribuirían a hacer más flexible y gobernable el sistema presidencial, mejorarían la función de control político, la rendición de cuentas y la evaluación de resultados. En Costa Rica, lo deseable es una forma de gobierno que supere las debilidades y excesos del sistema presidencialista sin transformarse en parlamentarista.