Los principios cristianos, en el más amplio sentido del término, forman parte de nuestras tradiciones, de nuestra cultura y de nuestros valores. Se encuentran, asimismo, incorporados, en lo conducente, en el Código de Trabajo y en el capítulo de las garantías sociales de la Constitución Política. El reconocimiento de este hecho no significa, en modo alguno, desdén por otro tipo de religiones. Por el contrario, supone y afirma la libertad de cultos, esencial para la vida plena en democracia, tal como está consagrada en la Constitución Política.
Es oportuno referirnos a esta realidad cultural, precisamente en los días de la Semana Santa, por cuanto la vivencia de estos principios y valores o su distanciamiento, en el orden de las relaciones sociales, determinan, en buena parte, la orientación del país o la búsqueda de otros paradigmas. En todo caso, se trata de diversos valores que, por su carácter universal, no difieren de los principios o normas básicas de otros grupos religiosos o de los no creyentes. Nos referimos básicamente a las relaciones de respeto, de tolerancia, de concordia, de sentido de lo humano y de la dignidad, de solidaridad, de servicio, que, al fin de cuentas, trazan el rumbo de una sociedad y que Jesús de Nazareth elevó, con su palabras y sus obras, a su máxima expresión. Este conjunto de principios abren las puertas de un gran encuentro de los seres humanos. El cristianismo no se circunscribe a estos códigos pues los trasciende, pero no se puede prescindir de esta plataforma ética en el desarrollo de nuestros pueblos.
Frente a estos valores sustanciales, no podemos menos de consignar la dicotomía prevaleciente y creciente entre su enunciación y su observancia en nuestras relaciones sociales. Nos referimos concretamente al respeto a la vida y a la dignidad de las personas, como queda inscrito, año con año, asueto tras asueto, semana santa tras semana santa, navidad tras navidad, en las estadísticas sobre accidentes de tránsito, violencia doméstica y una especie de salto cualitativo que se ha dado, en nuestro país, en el tipo de criminalidad que se observa en nuestro país. No solo sorprende ya el número de crímenes, sino el grado de perversidad. Las páginas de sucesos de la prensa nacional ilustran este angustiante ascenso cuantitativo y cualitativo. A esta patología social se refirió, oportunamente, la primera vicepresidenta, Lineth Saborío, en el ejercicio de la presidencia de la República, el 11 de abril pasado. Se trata de una constante agresión interna en el orden social y de una inolcutable inversión de los principios y valores básicos de nuestra sociedad.
Las diferentes iglesias cristianas y denominaciones religiosas tienen su propia agenda de formación o de evangelización. En cuanto a la Iglesia Católica costarricense, el actual arzobispo de San José, monseñor Hugo Barrantes, hizo hincapié, al asumir su alto cargo, en la necesidad de una permanente acción espiritual en las calles y en las casas. Respetamos y estimulamos estos esfuerzos. Sin embargo, convendría vincular más el mensaje religioso con estas severas patologías sociales citadas, que están debilitando, de manera alarmante, el tejido social del país, las relaciones de confianza y la seguridad familiar, a partir de un desprecio evidente por la vida y por la dignidad del ser humano, en todos los niveles, y más preocupante aún en los estratos más jóvenes del país, muchas veces a impulsos de la droga o del licor. Es un desafío enorme que nos convoca a todos y en cuyo enfrentamiento los dirigentes religiosos tienen una misión específica por su singular relación con el pueblo.