Joshua Wolf, un joven de 24 años, animador de un “blog” (página personal) en Internet, acaba de ser detenido en San Francisco por un juez federal, por negarse a declarar y a entregar informaciones requeridas por la justicia. Wolf publicó en su “blog” imágenes filmadas por él, de una manifestación que terminó en un enfrentamiento con la Policía y el incendio de una patrulla. El juez sospecha que el video tomado por el “blogger” puede ayudar a identificar a los responsables del delito. Wolf no solo niega tener en su posesión dichas imágenes, sino que además alega su derecho a la protección de las fuentes periodísticas.
Este caso ilustra perfectamente la dificultad que existe para conciliar y encontrar un justo equilibrio entre la protección de la libertad de expresión y los imperativos de una justicia eficaz y cumplida. Además, nos sirve de marco ideal para hacer algunas reflexiones sobre el secreto de las fuentes periodísticas.
Un derecho fundamental. En primera instancia, debe reconocerse que el secreto de las fuentes es un derecho fundamental, corolario indispensable de la libertad de expresión e información. La Corte Europea de Derechos Humanos lo ha calificado de “piedra angular de la libertad de prensa”, y ha señalado que, si este derecho no existiera, los periodistas se verían limitados en sus labores pues muy pocas personas estarían dispuestas a transmitirles informaciones confidenciales o sensibles sobre asuntos de interés público. En efecto, muchos escándalos de corrupción han sido revelados gracias a una fuente secreta, que desea mantener su anonimato para evitar represalias. El caso más célebre es el de “Watergate”, que acabó con la presidencia de Richard Nixon y fue revelado por dos periodistas con la ayuda de un informante secreto.
Establecido lo anterior, cabe preguntarse: ¿Quiénes son los titulares de ese derecho? Los periodistas, dirá usted. Sin embargo, la respuesta no es tan obvia. La comunicación actual ha cambiado y evolucionado. Véase el caso de Joshua Wolf, quien estudió psicología, no periodismo, y publicó el video en su página personal en Internet. ¿Debe por ello quedar exento del reconocimiento de un derecho fundamental? Claro que no. El secreto de las fuentes debe regularse de manera amplia, concediéndolo a todas las personas, periodistas o no, que comuniquen ideas o informaciones al público, o participen de alguna manera en el proceso informativo, recolectando, tratando, editorializando o publicando informa- ciones. Así lo propone la Recomendación 2000 (7) del Consejo de miMistros de Europa.
Efectividad real. Ahora bien, el simple reconocimiento de la existencia del derecho no basta, debe además garantizarse su verdadera efectividad. La Corte Europea de Derechos Humanos condenó a Luxemburgo, por violación de la libertad de expresión y del derecho al secreto de las fuentes, después de que fueran allanados el domicilio y el lugar de trabajo de un periodista. Recientemente, el servicio de inteligencia federal alemán reconoció haber espiado a periodistas, entre 1980 y el 2005, para luchar contra la fuga de informaciones internas. Por todo lo dicho, es importante regular las escuchas telefónicas, los allanamientos, registros, decomisos y secuestros que pudieran poner en peligro el secreto de las fuentes.
Por último, debe tenerse en cuenta que, no obstante su importancia, el secreto de las fuentes no puede ser absoluto en modo alguno, de la misma manera que tampoco es absoluta la libertad de expresión. El secreto no debe servir para ocultar delitos cometidos por el propio comunicador, para justificar la difusión de información confidencial carente de interés público, ni como excusa para difundir simples rumores, entre otros. Por ello, la ley debe precisar, con la mayor claridad posible, los supuestos en los que la garantía del secreto debe ceder frente a intereses de mayor peso.
Paradójicamente, en nuestro país, donde la prensa ha puesto en evidencia la verdadera magnitud de la corrupción en el sector público y privado, aún no contamos con una regulación adecuada del secreto de las fuentes de información. ¿Pecaré de ingenuo si pregunto por qué?