Se casaron en 1918, un mes de abril. Sus padres ya habían muerto; solo vivía la madre de ella, Matilde, nieta natural de un gobernante del siglo antepasado, cuya esposa le había convencido de abolir la pena de muerte. Pese a haber llegado al poder por un golpe de Estado, su corazón reposa en una iglesia catedral.
Mediaba en las familias de los contrayentes una vida de contrastes en torno a un personaje político, el presidente Rafael Yglesias. El padre de la novia participó en una revuelta para derrocarlo. Esto le mereció un destierro a Naranjo. Y el padre del contrayente, en cambio, había sido jefe de campaña de Yglesias en Santo Domingo de Heredia. Así es Costa Rica: su tejido demográfico está densamente unido. Buena parte de nuestra tolerancia política proviene de esas raíces.
Hablándole, ensillaba su caballo parsimoniosamente y le decía: “Le voy a llevar un perfume para su cumpleaños; un perfume y algo más”. Cargó las alforjas de víveres en las ancas dePalomo , envolvió el regalo en papel de seda, lo prensó entre las bolsas de café y de azúcar, montó en su potro y le dijo adiós a su hermana Chepita. Desde el patio, húmedo aún por el sereno de la noche, ella, después de fumarse un cigarrillo liado con sus propias manos y sellado con su saliva, le dijo adiós con cierta nostalgia. Cuatro o cinco semanas dejaría de verlo. Quedaba sola en la casa, pues las hermanas se habían casado y sus dos hermanos solteros estaban ya en la finca sembrando arroz.
Ligero y alegre. Eran las cinco de la mañana. Hacía frío en Santo Domingo. Él apenas llevaba camisa de manga larga. Pronto, el sol de San Rafael de Ojo de Agua estaría tibio y el camino todavía fresco. Palomo parecía presentir el encuentro. Su paso era ligero y alegre, apenas sacudía su hermosa crin para alejar unos tábanos hambrientos de sangre. De seguro emergían del escobillal en flor, porque gustan de sombras húmedas y frescas.
“¡Qué barrial se ha hecho aquí! De seguro ha llovido mucho en estos días”, se decía este jinete. Entonces terció las riendas del caballo y se ladeó para evadirlo. De seguido miró el reloj metido en la bolsa secreta del pantalón. Marcaba las siete de la mañana. El sol ya lo sentía en la espalda y comenzaba a sudar. –Palomo , estamos llegando. Llegó justo a tiempo del primer recreo.
–¡Qué alegría verlo!, le dijo ella. Estoy algo cansada de explicarles a una docena de niños las tablas de multiplicar y la división.
–¡Feliz cumpleaños! Le traigo una tonteriíta francesa.
–¡Ay!, no hacía falta. Con cierta perspicacia le aclaró: –Para mí la sorpresa es otra. ¡Un perfume de flores de hortensia! Y lo abrió. –¡Qué delicia! ¡Huele riquísimo! Me lo voy a poner el domingo, cuando venga a mi casa y cuando me toque cantar en el coro de la iglesia.
–Usted se merece mucho más. (Y no lo pensó dos veces para decírselo). Se lo voy a decir de una vez; vengo pensándolo desde hace mucho tiempo: ¿Se quiere casar conmigo? Ella se quedó como muda, a sus 20 años, y él expectante, a sus 41. Hubo un mutismo de ambos. Vino la respuesta: –Déjeme pensarlo. Es muy pronto. Tenemos poco tiempo de conocernos. Déjeme pensarlo.
Del blanco al negro. Aquel día, el de la boda, Marina se vistió de blanco, como todas las novias, blanco también el fajón de su cintura como de adolescente, blanco el sombrero y blanca su sonrisa. Sus ojos, negros y brillantes, se veían más bellos en medio de aquella blancura. El vestía traje azul y corbata color vino. En diciembre nació mi hermana María Elena y yo fui el último. Ilusionado con su nueva vida y ya con varios hijos, hipotecó la finca para trabajarla mejor, pero vino una mala cosecha y pidió prórroga del plazo; le fue denegada y perdió la propiedad por cinco mil colones.
Turbado y triste venía en su caballo pensando: “¿Cómo se lo digo a Marina?”. Llegó el momento: –Perdí la finca, tenemos que irnos. Ella prorrumpió en llanto. –No llore, con fe vamos a cargar esta cruz. –Pero ¡si no tenemos casa en el aparto de Ciruelas! –Ya haremos una. Él cedió y me dio tiempo. Marina, Dios tiene sus caminos. Calma, no estamos solos.
Y quedaron atrás ilusiones, una casa solariega, el río con sus árboles frondosos, mapaches y garrobos, y tantas cosas más. Fue un despojo de 56 manzanas.
Apenas con ocho años el hijo menor, un setiembre lluvioso murió Isidro, y Marina un día primaveral de mayo. Desde ese entonces la madre fue todo para el huérfano: estrella radiante, noche azul, remanso de paz. El ritmo cadencioso de los años tornó borrosa y lejana la figura paterna. Ese tiempo, ensortijado y convulso como un remolino, cobró sabor de ausencia.
Retinto era su caballo.