Bolivia vive un momento crítico de inestabilidad, riesgos públicos y creciente distanciamiento entre partidos, grupos étnicos, sectores sociales y regiones. Y, al contrario de otras coyunturas de incertidumbre, desencuentros y enfrentamientos en el país, cuando era difícil precisar causas específicas, en esta oportunidad el origen del conflicto es claro: la manera arbitraria y autoritaria en que el presidente Evo Morales y su partido político, Movimiento al Socialismo (MAS), han pretendido violar la normativa que dio origen a la Asamblea Nacional Constituyente del país. Su propósito: eliminar la clara disposición de que las decisiones en ese cuerpo deben tomarse por dos tercios de los votos, que ellos no alcanzan, y disponer que todos los acuerdos, salvo la aprobación final del texto completo, apenas requieran mayoría absoluta.
Las elecciones para la Constituyente se realizaron el 2 de julio de este año, de forma tranquila y transparente. El oficialismo alcanzó una fuerte votación y logró elegir a 137 de los 255 asambleístas; el principal grupo de oposición, Poder Democrático y Social (Podemos), obtuvo 60, y el resto se distribuyó entre varios partidos, la mayoría opositores. Al no lograr los dos tercios que, según la ley de convocatoria al referendo para elegir ese cuerpo, se requieren para decidir en el seno de la Asamblea, Morales, otros funcionarios de su Gobierno y varios representantes del MAS adoptaron una posición conciliadora y abierta al diálogo, que produjo esperanzas de que el resultado del proceso de “refundación” de Bolivia, como lo ha denominado el Presidente, se hiciera con una seria búsqueda de consensos y respeto a diferentes sectores.
La historia más reciente, sin embargo, ha sido otra. Hacia finales de agosto, por simple mayoría, los asambleístas del MAS y sus aliados decidieron desconocer las condiciones de la ley de convocatoria y adoptaron dos decisiones de enorme trascendencia: por un lado, declarar la Constituyente como “originaria”, es decir, con poderes ilimitados, incluso sobre el actual Congreso y el Poder Judicial; por otro, reducir de dos tercios a la mitad más uno el número de votos necesarios para aprobar los artículos en comisión y plenario, y mantener la mayoría calificada únicamente para el texto completo, ya “cocinado” por el oficialismo.
Es totalmente lógico y, además, necesario, el rechazo frontal de la oposición política, otros grupos organizados y cuatro de las nueve regiones del país, contra esa decisión claramente arbitraria. Porque, además de que implica una alteración ilegítima de las reglas del juego y una imposición que, en esencia, violentará la decisión soberana del electorado, también muestra una perturbadora faceta autoritaria, que es necesario frenar lo antes posible. La reacción más enérgica fue el paro realizado el pasado viernes en las regiones de Beni, Pando, Santa Cruz y Tajira, cuatro de las más dinámicas del país, que estuvo precedida, días antes, por un serio choque en el seno de la Constituyente.
Frente a estos hechos, Morales, en lugar de buscar salidas adecuadas y democráticas, se ha dedicado a denunciar inexistentes “conspiraciones”. Se trata de un irresponsable intento de distorsionar la grave realidad de los hechos y, además, de justificar otros graves problemas que enfrenta su Gobierno, como el crecimiento en el desempleo y el inepto manejo del anunciado proceso de nacionalización de los yacimientos de hidrocarburos.
Aún es difícil saber cuál podrá ser el desenlace de esta grave situación. Si se lograra un reflujo hacia la democracia, la legalidad y el respeto a la voluntad popular, habría esperanzas de que, tras esta difícil coyuntura, Bolivia pueda enrumbarse hacia un rediseño institucional más abierto, inclusivo y que responda a un verdadero acuerdo nacional. Si no, las ominosas sombras del autoritarismo y el caos, que tanto mal han hecho al país, podría materializarse muy pronto.