A Borges le extrañaba el hecho de que tuviéramos uñas: "Láminas córneas, semitransparentes y elásticas, para defenderse ¿de quién?", dice uno de sus textos.
Sí, ¿de quién?, pregunto yo; y vuelve Borges: "...vanas puntas que cercenan y vuelven a cercenar los bruscos tijerazos".
Resulta difícil -a menos que uno sea manicurista o le encante rascarse- hallar un argumento que demuestre la necesidad de la existencia de las uñas en el presente de la especie. Pero este cuento de las uñas no es atípico. Hay otras numerosas reliquias del pasado que sobreviven a su tiempo.
Hace poco vimos lo que ocurrió durante la pelea de Tyson-Holyfield y nos quejamos porque el primero le mordió las orejas a su adversario. Un destello primitivo, sin duda. Pero más primitivo aún fue el acto que le precedió y que por hábito ya no merece hoy ningún comentario: a la hora del duelo de ojos, el bueno de Mike bajó la vista cuando los dos boxeadores se escrutaban con las pupilas descerrajadas.
La reacción de Tyson, amigos, venía de muy atrás, de antes de que aparecieran los primates; y tiene que ver con las jerarquías de dominio que los cánidos y muchos mamíferos establecieron en su día. Apartar los ojos o doblar la cerviz, en aquel pasado y este ahora, indica sumisión; y de la misma fuente provienen las reverencias e inclinaciones de cabeza que caracterizan las normas de cortesía.
¿Y qué me dicen del saludo con la mano abierta que interpretamos como hola o adiós? Aquí se produjo un verdadero reciclaje de significado. "Podría atacarte con un arma, pero prefiero no empuñarla", le notificaba nuestro antepasado a su prójimo cada vez que izaba los dedos.
Pero el caso que a mí más me aguijonea es el de ciertos sonidos onomatopéyicos --shhh!, chist-- que remedan el silbido de los reptiles y que el hombre emite todavía para pedir silencio o llamar la atención.
El origen de tamañas onomatopeyas habría que buscarlo en una terrible prehistoria, cuando de verdad nos rondaban los dragones y uno quería avisarle a un congénere del peligro (actualmente los dragones --solo quedan unos dos mil en una selva de Indonesia-- no asustan a nadie).
Nuestra mente, amigos, sí que es curiosa. Parece que a la pobre le gusta ir a reversa del tiempo, traer lo viejo a la actualidad, resignificar lo que fue allá lejos y hace siglos. Con decirles que, un par de minutos antes de poner fin a este artículo, escuché los gritos del vendedor de granizados que pasa a la tarde por el barrio y... ¿a qué no adivinan? Sediento como estaba, el humanoide de adentro --ese yo arcaico que soy--, de modo automático arrugó los labios y llamó al buen señor con un silbante y autoritario ¡shhh!