Advertencias no faltaron. En 2018, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt avisaron que los asaltos a los palacios de gobierno y las tomas violentas del poder, al menos en las democracias occidentales, eran cosa del pasado. Que, en adelante, las democracias morirían carcomidas desde adentro por los que, con acierto, la política española Cayetana Álvarez llamó “burros de Troya de la democracia”, expertos en cumplir la letra de la ley mientras tensan, e incluso burlan, su espíritu, pisoteando como antiguallas hipócritas las formas republicanas de trato en la esfera pública y negándoles a sus adversarios políticos su legítimo rol de representantes de otras sensibilidades distintas, pero no menos válidas, que la suya.
En 2022, Sergei Guriev y Daniel Treisman diseccionaron cómo, ya en el poder, gobiernan esos enemigos de la democracia elegidos democráticamente: no a la vieja usanza, mediante dictaduras del miedo, con presos políticos, censura generalizada y rechazo explícito de la democracia, sino mediante lo que llaman “dictaduras de la manipulación”, en las que los abusos de poder contra los opositores son encubiertos; aunque se los intente cooptar, desprestigiar o asfixiar económicamente, se permiten medios independientes; y los procesos electorales, más o menos competitivos, así como la apelación plebiscitaria al apoyo popular, son la coartada legitimadora de las tropelías de los gobernantes. En suma, un nuevo tipo de régimen en el que el poder se ejerce sin mayor contención gracias a que quienes lo detentan están blindados contra el impacto de la facticidad.
Ese mismo año, la periodista Maria Ressa, Premio Nobel de la Paz, publicó “Cómo luchar contra un dictador”, en el que desenmascara la relación de connivencia entre los califas de Silicon Valley y los tiranos de cada país (en su caso, Rodrigo Duterte), para intimidar, acosar y perseguir a los periodistas. No porque individuos como Zuckerberg tengan alguna afinidad ideológica con personajes como Bukele o Putin, sino porque el lixiviado comunicacional conveniente políticamente para estos, es rentable para él. Mentiras, ira y miedo (además de envidia y rencor), son el combustible emocional que nos hace desperdiciar nuestras vidas pegados a las pantallas de nuestros teléfonos, lo que empresas como Facebook monetiza y lo que, a la vez, bullyadores políticos como Trump usan para espolear a sus hordas de troles, haters, minions, incels y cuanta pobre criatura logre proveerles nuestras tristes, estresadas y desorientadas sociedades.
Así que avisados sí estábamos: las democracias mueren, el abuso de poder se perpetra y se persigue la libertad de prensa, todo, mediante mecanismos comunicacionales (nada que Orwell no hubiera advertido ya). Comunicación que ahora discurre a través de infraestructuras opacas y desterritorializadas, concentradas corporativamente como nunca antes lo estuvieron en la historia, y que, bajo la apariencia de potenciar la libertad de expresión, son hoy la mayor arma de dominación global y de silenciamiento de voces críticas. Pero seguimos sin reaccionar. Y buen ejemplo de ello es la casi universal desregulación legal con que operan las plataformas digitales y con que se utilizan en ellas herramientas de la mal llamada “inteligencia artificial” (que ni es inteligente ni es artificial, pero prefiero no desviarme del argumento), para socavar, ni más ni menos, que las bases de nuestra libertad y de nuestra convivencia civilizada.
Siri, o, mejor dicho, su nieta, la “inteligencia artificial” generativa, aparte de muchos usos utilísimos (que no es necesario mencionar porque de eso ya se encarga el desmesurado marketing y la cobertura periodística que nos la mete hasta en la sopa), está siendo utilizada perversamente. Se la usa para engañar, confundir, ofuscar, crispar, polarizar afectivamente e incitar a la violencia. También se la ha empleado para desestabilizar países (minando la credibilidad de los resultados electorales), desprestigiar a personas y organizaciones (con difamaciones, pirateo de cuentas y filtración de su contenido o suplantación de sus titulares), y para intimidar y callar a opositores, periodistas y activistas (ya sea mediante la llamada “censura por ruido” o a través del acoso digital). En suma, se la utiliza para intoxicar la conversación pública y promover la desconfianza, que es el cáncer linfático de cualquier comunidad.
Específicamente durante esos delicadísimos momentos de la vida política de los países que son los procesos electorales, la “inteligencia artificial” generativa amenaza cuatro valores y principios esenciales en la noción de integridad electoral: 1) La transparencia del financiamiento partidario, porque las plataformas digitales, a diferencia de los medios de comunicación nacionales, ocultan con un velo de opacidad la inversión publicitaria en las campañas, lo que permite el ingreso a estas de recursos fuera del control de los organismos electorales, incluso provenientes del crimen organizado y del narcotráfico. 2) La equidad en la contienda, porque, por la razón señalada en el punto anterior, permite violar cualquier tope al gasto o veda publicitaria dispuesta para promover igualdad de condiciones entre los competidores. 3) La libertad de expresión, porque mediante granjas de bots y tácticas de astroturfing, puede enterrarse una voz de denuncia bajo un alud de insultos y distracciones, o, peor, amedrentar a una persona hasta silenciarla. 4) La libre determinación del sufragio, porque la sofisticación de las simulaciones que permite, las llamadas deepfakes, y su timing de cara a los comicios, hace que la afectación de los engaños trascienda del honor del calumniado a una auténtica pérdida de agencia epistémica de los electores.
Adicionalmente, podría sumar otros principios democráticos comprometidos por el uso de estas tecnologías: el gobierno transparente y responsable (en la medida en que se usen para evadir la rendición de cuentas o la trazabilidad de procesos decisorios de interés público), la privacidad de la ciudadanía (debido a los conocidos casos de vigilancia y control social que habilita), y la fraternidad y la tolerancia entre quienes piensan distinto (por los filtros burbuja y cámaras de eco que articula). Y, por encima de todo lo anterior, la noción misma de verdad. Difuminar, como hoy lo puede hacer la “inteligencia artificial” generativa, la distinción entre verdad y mentira, realidad y ficción, es, para Hannah Arendt, el mundo epistémico del que germina el totalitarismo.
En su último libro Por qué la IA debilita la democracia (2024), Mark Coeckelbergh, miembro del Grupo de especialistas de alto nivel en inteligencia artificial de la Comisión Europea y del Consejo Austríaco para la Robótica, es contundente: un fantasma recorre el mundo, es el fantasma del autoritarismo, y lo está haciendo a lomos de estas tecnologías. ¿Qué podemos hacer? Además de una decidida apuesta por la alfabetización mediático-digital en el sistema educativo, son imperiosas cuatro medidas legales: Primero, exigir, en la propaganda política, marcadores o etiquetas que, cuando sea el caso, adviertan de que en su elaboración se utilizó “inteligencia artificial”. Segundo, hacer obligatoria la identificación para la compra de esa pauta digital; es decir, proscribir la propaganda política anónima.
Tercero, prohibir el comportamiento inauténtico coordinado; esto es, las técnicas automatizadas para simular la participación orgánica en plataformas digitales. Como sugirió el filósofo de la ciencia Daniel Dennett, así como los gobiernos prohibieron el dinero falso para salvaguardar el funcionamiento del mercado de divisas, deberían prohibirse en los espacios de discusión digital a los humanos falsos (incluidos los robocalls, las clickfarms, etc.), para proteger de distorsiones el mercado de ideas de la conversación pública. Cuarto, penalizar la microfocalización publicitaria a partir de perfilamiento psicográfico de electores, no solo por la elemental protección de datos a la que tenemos derecho, sino por lo perverso que es utilizar las vulnerabilidades, temores, anhelos, prejuicios y frustraciones de las personas para manipularlas y, así, cercenar su autonomía.
Cuenta una leyenda que el 4 de julio de 1776, a la salida del Independence Hall, una mujer detuvo ansiosa a Benjamin Franklin para preguntarle qué tipo de régimen se había acordado finalmente para las entonces 13 colonias: “Doctor Franklin, ¿qué nos dieron, una república, una monarquía?” Él le contestó: “Una república, señora. Seremos una república, si somos capaces de conservarla”. Hoy la cuestión vuelve a planteársenos. A los estadounidenses, a los europeos, a los costarricenses.
La encrucijada hoy, antes que entre modelos de desarrollo, izquierdas o derechas, es si vamos a continuar siendo repúblicas, democracias liberales con separación de poderes, gobiernos limitados, libertades públicas, imperio de la ley y elecciones libres. Lo que seremos, ni el pasado lo asegura, ni está escrito en las estrellas. Será lo que tengamos el coraje de ser y de defender. Y eso pasa, entre otras cosas, por regular las plataformas digitales y la “inteligencia artificial”.
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Gustavo Román es abogado.