Unamuno establecía una diferencia fundamental entre la soledad y la solitariedad. La segunda es una opción consciente, una vocación, la voluntad de un individuo que ha elegido la soledad porque en ella encuentra la paz, la meditación, o porque es latitud propicia para la creación. La soledad, en cambio, no es una elección, es una imposición, un bicho inmundo y viscoso que se adhiere a nuestras almas. La solitariedad enriquece, la soledad nos agosta, nos aísla de lo esencial humano, nos trastorna y aniquila.
El otro necesario. “Mala cosa es que el hombre esté solo” –dicen la Biblia–. El hombre solo es libre con los otros, solo es consciente con los otros, solo existe para y con los otros, solo es capaz de autodescubrirse a través de la mirada de los otros. Arrebátenle el otro esencial, y se quedará vacío de autoimagen. Hasta Robinson Crusoe tuvo la bendición de encontrar a Viernes, a fin de no perder su conciencia de ser humano. El hombre necesita del otro para ser libre, de los límites que el otro paradójicamente le impone.
Es el principio del Estado de derecho: sin leyes no hay libertad. Si nuestra libertad fuera tal que asesinar nos fuera permitido, la libertad de todos los demás se vería lesionada. El Estado de derecho garantiza la libertad política del individuo. El hombre solitario no es libre porque no tiene leyes, solo el vértigo de un horizonte de posibilidades ilimitado donde cualquier camino se torna indiferente y cualquier decisión, irresponsable.
La solitariedad es el aislamiento necesario del hombre que crea. Para escribir la Misa Solemne , Beethoven se encerró en su gabinete de trabajo dos semanas sin emerger de él ni una sola vez. Su secretario, Schindler, le dejaba al pie de la puerta la cena, que a veces volvía a recoger intacta. Desde los pisos inferiores se le oía canturrear y patalear como un poseso. Eso no es soledad, es el aislamiento que le permitiría, antes bien, establecer con su música vínculos más entrañables con sus semejantes. Beethoven optó por la solitariedad. No era por naturaleza un hombre solitario –nadie es solitario por voluntad propia–. Antes de que la sordera lo amurallara en su mundo interior, se le conocía por un ser sociable y mundano.
Si es cierto que por lo menos la mitad de nuestro ser existe en la mirada de los demás, la soledad nos dejaría desustanciados, la mitad muertos. La soledad es engendradora de demonios, de temores atávicos, de un silencio de autista. El día menos pensado nos descubrimos hablando solos, y entonces sentimos la oscura acechanza de la locura. La soledad es un estado rigurosamente antinatural para el ser humano. Luego viene el asalto de los recuerdos, y el alma se nos pone en “Pasado bemol menor”.
La ausencia de diálogo –y el ser humano es una criatura naturalmente dialógica– nos lleva a cultivar la triste práctica de lo que también Unamuno llamaba el “monodiálogo”. Y de pronto un ser humano que se nos acerca a pedirnos un cerillo, o a inquirir por una dirección, ¡y qué necesidad de hablar con él, sobre lo que sea, no importa, con tal de platicar de algo con alguien!
Hacer amigos es difícil: un amigo es una cristalización del tiempo. Como toda forma de amor, requiere la creación de una mitología compartida, y para eso hacen falta años. Los amigoches, por su parte, no atenúan la soledad, a veces no hacen sino enconarla.
La soledad mata. En la solitariedad, el hombre sabe que tiene gente que lo espera, puede salir y volver a entrar en ella cuando le plazca. Si necesita silencio y espacios de soledad, puede habitarlos por el período que su voluntad decida. No está nunca solo porque hay seres humanos de los que dispone cuando quiera volver a salir de su autoexilio y desee reencontrar la compañía de sus semejantes. Todo lo que estos tienen que hacer es respetar su necesidad de aislamiento creativo o meditativo; eso es todo.
La soledad va matando, y lo hace, además, lentamente. Nos divorcia del ser humano, nos insensibiliza a la solidaridad, a la caridad, a toda forma de amor. Nos retransforma, en cierto modo, en criaturas salvajes. El ser humano solo es tal en sociedad. Necesita de los demás para constituirse a sí mismo en persona.
Muchas son las personas que hoy en día mueren de soledad (los ancianos en particular). Es nuestro deber ético hacerlas sentir parte del género humano, asomarnos a sus vidas y darles un poco de luz. No seamos avaros de palabras, de cariño, de presencia.