Los medios de comunicación del mundo se han concentrado, desde el domingo anterior, en la catástrofe humana ocurrida en el sur de Asia, así como en el análisis del acontecimiento y en la motivación de la solidaridad internacional. El número de muertos de los países afectados por el maremoto aumenta todos los días, y los damnificados, carentes de los servicios básicos para sobrevivir, se documentan por millones.
En medio de la tragedia humana y material, ha sobresalido, al ritmo de la cobertura noticiosa, la cooperación internacional de la ONU, canalizada por sus diversas instituciones, así como de gobiernos, organizaciones no gubernamentales y numerosos grupos privados y empresas, tendiente a satisfacer las necesidades inmediatas de la gente y a evitar la diseminación de epidemias que, en las condiciones actuales, produciría una catástrofe impensable. Así, el año 2005 ha abierto hoy sus puertas con una poderosa consigna inscrita en la devastación y la presencia de la muerte, así como en la impotencia humana frente a los embates de la naturaleza: la solidaridad humana.
Más allá de las imágenes y de las crónicas sobre la magnitud del sufrimiento, el despliegue de la ayuda internacional ha mostrado la mejor dimensión de la globalización. Conviene tener presente este hecho no por su ocurrencia entre los festejos de la Navidad y el término de un año, cuando la sensibilidad ante el sufrimiento humano y la incertidumbre del porvenir son mayores, sino porque se trata de un imperativo ético y de un factor imprescindible de convivencia y desarrollo humano, aún balbuciente, pese a formar parte de los más variados códigos religiosos y políticos.
Frente a la catástrofe en el sudeste asiático, el tema de la solidaridad humana, más allá del espectáculo de la ayuda concreta, ha ocupado un lugar preferente, en los principales medios de comunicación del mundo democrático, como expresión de la dignidad de la persona humana, como obligación moral y como dimensión básica de la globalización. Se ha hecho hincapié, por ello, en el deber de acudir no solo en ayuda de los grupos humanos abrumados por una tragedia puntual, como sería una guerra, una inundación o un terremoto, sino, sobre todo, frente a la presencia constante y desafiante del dolor humano encarnado en la pobreza o en la carencia de los derechos humanos esenciales, en el mundo y en cada país o comunidad. Así entendida, la globalización de la solidaridad tendría un sentido universal, por su extensión, pero, sobre todo, humano, por su comprensión y constancia.
La solidaridad humana se inscribe, asimismo, en la función de servicio del Estado y en el deber cívico y legal de los ciudadanos en relación con sus semejantes. En este sentido, la lucha contra la corrupción, la eliminación de privilegios y sinecuras, la observancia fiel de las obligaciones tributarias, la atención pronta y respetuosa de las personas, la protección de la niñez y la recta administración de los recursos públicos adquieren un relieve ético particular. Su incumplimiento afecta principalmente a los sectores más débiles, a ese 21 por ciento de los pobres que, en nuestro país, pesan sobre nuestras conciencias y que, alegremente, nutren las declaraciones gubernamentales. Frente a los duros desafíos que nos esperan en el año que hoy comienza, bueno es restaurar también el sentido de la solidaridad humana, desde el punto de vista personal, social e institucional, a fin de que no se quede en la antesala de los votos piadosos, de las fiestas navideñas, de los programas políticos o de las declaraciones oficiales.