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Para año viejo, contrición; para año nuevo, buenos deseos. Una y otra vez. Año tras año. Y, sin embargo –como sabemos –, los buenos deseos no bastan. ¿Por qué no? ¿Cuál es esa trampa sempiterna que nos hacen, como truco malicioso para perpetuarse, para que los necesitemos siempre, reconfortantes, repetidos e inútiles, los buenos deseos? Desde los más nobles –paz en el mundo, justicia, fin de la pobreza– hasta los más mundanos –esa prosperidad mal entendida– pasando por todos esos pequeños y medianos deseos personales –bajar de peso, pasar los cursos, dejar el guaro, chinear al abuelo o a la suegra…–, todos comparten esa misma característica: no pasan de ser buenos deseos y, como tales, estarán aquí, aparentemente fieles, pero verdaderamente engañosos y ultimadamente falsos, el año que viene. ¿Por qué?








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