El Estado, como ente jurídico, no profesa ninguna religión. Esta distinción entre las cosas de Dios y las terrenas la marcó Jesús; el Corán, por su parte, concibe únicamente un Estado teocrático.
No es ese, pues, el espíritu del artículo 75 de la Constitución Política, actualmente en discusión, que establece la Religión Católica, Apostólica y Romana como la del Estado y obliga a este a contribuir a su mantenimiento. Lo que sí puede el Estado, y así ha sido hasta ahora en el país, es beneficiarse del liderazgo moral que ejerce la religión profesada por la mayoría de la población, así como del alcance tan amplio de la ayuda social promovida por la Iglesia Católica, o por cualquier otra confesión religiosa seria que se base en los valores constitucionalmente consagrados.
La toma de conciencia mundial de que la ausencia de valores es factor determinante de las elevadas tasas de delincuencia, rompimiento familiar, depresión y suicidio ha llevado a los gobernantes de varios países, donde no hay religión de Estado, a buscar el apoyo de las diversas iglesias. Llaman la atención los casos de Rusia, Inglaterra y Estados Unidos. Superado el régimen del ateísmo de Estado en Rusia, Vladimir Putin, creyente declarado de la Iglesia Ortodoxa, asistió con su familia al oficio de la Epifanía, el pasado 6 de enero. Allí Putin dirigió a la nación una felicitación navideña en la que recalcó la importancia de los valores cristianos. En Inglaterra, Tony Blair, uno de los líderes políticos más abiertamente religiosos, instó a las organizaciones humanitarias confesionales a colaborar con el Gobierno en la promoción de la salud y el bienestar. Sin embargo, muchos tomaron sus palabras como una estrategia de cara a las próximas elecciones. Tanto Blair como Hague, líder de la oposición, se han esforzado por atraer a los grupos confesionales a sus plataformas. Si se toma en cuenta que su gobierno ha promovido iniciativas como la eliminación de la prohibición de que se haga publicidad de la homosexualidad en las escuelas, la aprobación de la clonación de fetos humanos y el recorte de privilegios fiscales a organizaciones humanitarias, no es difícil pensar que el Primer Ministro es un cristiano "relativista". En todo caso, pareciera que Blair tiene clara la necesidad de una renovación de los valores morales de la sociedad británica.
En EE. UU., en cambio, la propuesta de dar fondos a instituciones religiosas para la atención de los problemas sociales, lanzada por George Bush quien desde el inicio de su administración se ha acercado a los grupos religiosos cristianos ha recibido el apoyo del 75 por ciento de los estadounidenses, según una encuesta reciente. Eso sí, al 68 por ciento le preocupa que esa financiación involucre demasiado al Gobierno en actividades religiosas.
No hay duda de que hay mucha relatividad, quizás hasta un doble discurso, en el intento de esos líderes de un acercamiento con los grupos religiosos, y un temor de que se mezclen los asuntos de Estado con la religión. Lo que está claro es que han reconocido que el Estado solo no puede enfrentar el deterioro social y moral de la sociedad, como ocurre en nuestro país. Y no es la mención de una religión de Estado en una constitución la receta mágica para detener ese proceso si no hay un compromiso moral y espiritual de los gobernantes y de los gobernados. Con norma constitucional o sin ella, si Estado e Iglesia colaboran entre sí, el beneficio mutuo y el de la sociedad es inmenso.
(*) Abogada