Religión y política. Tras dos años de negociaciones y una frenética carrera contra el tiempo en la última semana, los representantes políticos de los sectores protestantes y católicos de Ulster han decidido poner fin a un conflicto que, en esencia, es tan tribal como el de hutus y tutsis en Rwanda o el de serbios y musulmanes en Bosnia, y acaso más complejo que estos. A la dimensión religiosa del problema, y al secular reclamo de discriminación de la minoría católica de la provincia, se suma una dimensión política que se superpone a aquella y la exacerba: mientras la población católica, en su mayoría, aspira a una unificación del Ulster con la República de Irlanda, la casi totalidad de la población protestante aspira a permanecer bajo la soberanía del Reino Unido. Como si fuera poco, la presencia del ejército británico en la provincia, despachado a finales de la década de 1960 para mantener el orden y erigido en símbolo de opresión por muchos católicos -ciertamente por los terroristas del Ejército Republicano Irlandés (ERI)-, no ha hecho sino agudizar un implacable ciclo de violencia de más de tres décadas. Irlanda del Norte ha sido una continua mala noticia por 30 años: más de 3.200 muertos, inocentes en su mayoría, como resultado de la violencia del ERI y los grupos paramilitares protestantes, una cifra diez veces mayor de heridos y mutilados, una economía en permanente estancamiento y una ciudad, Belfast, dividida por una muralla tan real como la que alguna vez cruzó Berlín.
Consenso subyacente. De toda esta historia, lo más triste, pienso, no es constatar que me resulta imposible distinguir a un protestante de un católico del Ulster (¿Podrán ellos?) o saber que se ha invocado el Sermón de la Montaña para asesinar inocentes. Lo más triste es darse cuenta de que todas las pérdidas han sido en vano. Porque si algo ha quedado claro al final de esta negociación es que ambas partes obtuvieron muchísimo más en dos años en la mesa que lo que obtuvieron con 30 años de violencia. Los católicos/republicanos han logrado con este acuerdo que se establezca un cuerpo político con participación de delegados del Ulster y de la República de Irlanda, dándole así a esta última, por primera vez, influencia en las decisiones del Ulster. Los protestantes/pro-británicos han logrado la constitución de una asamblea representativa del Ulster, dominada por la mayoría protestante, así como el compromiso del gobierno irlandés de modificar las normas constitucionales que establecen un reclamo territorial sobre la provincia. Y todos en Irlanda del Norte, por primera vez, han obtenido un marco institucional que les permite resolver pacíficamente sus diferencias y, con ello, la posibilidad de una paz duradera. Este punto me parece crucial. Católicos y protestantes de Ulster parecen haber comprendido finalmente que para que haya paz y democracia no es necesario el consenso sobre los fines de grupos contrapuestos, sino meramente un acuerdo sobre la reglas para resolver las diferencias entre esos fines. Es el consenso sobre las reglas el que convierte a los enemigos en adversarios y al conflicto en mero disenso. Sin ese consenso subyacente es imposible la democracia o cualquier forma de comunidad organizada.
Paz y prejuicios. En el caso del Ulster por 30 años la guerra no fue, como lo suponía Clausewitz, la continuación de la política por otros medios sino, simple y llanamente, la ausencia de voluntad política. Como ya antes lo demostraron los presidentes centroamericanos, Rabín y Arafat, de Klerk y Mandela, los políticos de Irlanda del Norte (y los primeros ministros de Irlanda y el Reino Unido que coadyuvaron decisivamente) nos han enseñado, hoy, que no hay negociación imposible ni prejuicio que resista el contacto humano alrededor de una mesa. Vencer los prejuicios es el primer requisito de una paz duradera. Pero bien sabemos los centroamericanos que lo que viene después es enormemente complicado. A fin de cuentas, construir el edificio no es lo mismo que dibujar sus planos.