En los 25 años de Pontificado, no he dejado de levantar mi voz para invitar a los creyentes, así como a todas las personas de buena voluntad, a hacer propia la causa de la paz para contribuir a la realización de este bien primordial, asegurando así al mundo una era mejor, en serena convivencia y respeto recíproco.
Este año siento también el deber de invitar a los hombres y mujeres de cada continente a celebrar una nueva Jornada Mundial de la Paz. En efecto, la humanidad necesita más que nunca reencontrar la vía de la concordia, al estar estremecida por egoísmos y odios, por afán de poder y deseos de venganza.
Glosario de la paz. Ha surgido una síntesis de doctrina sobre la paz, que es como un glosario sobre este argumento fundamental; un glosario fácil de entender para quien tiene el ánimo bien dispuesto, pero al mismo tiempo extremamente exigente para toda persona sensible al porvenir de la humanidad.
Los distintos aspectos de la paz ya han sido ilustrados abundantemente. Ahora no queda más que actuar para que el ideal de la convivencia pacífica, con sus precisas exigencias, entre en la conciencia de los individuos y de los pueblos. Los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz. En efecto, para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo que es “nuestra paz” (Ef 2,14) y anunciar su Evangelio que es “el Evangelio de la paz” (Ef 6,15), exhortando a todos a la bienaventuranza de ser “constructores de la paz” (cf. Mt 5,9).
Educar a la paz. En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1.° de enero de 1979 dirigía ya este llamamiento: “Para lograr la paz, educar a la paz”. Esto es hoy más urgente que nunca porque los hombres, ante las tragedias que siguen afligiendo a la humanidad, están tentados de abandonarse al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable.
La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre y sigue enseñando una evidencia muy sencilla: la paz es posible. Más aún, la Iglesia no se cansa de repetir: la paz es necesaria. Esta se ha de construir sobre las cuatro bases indicadas por el beato Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris : la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Educar a la legalidad. La paz y el derecho internacional están íntimamente unidos entre sí: el derecho favorece la paz. Desde los albores de la civilización, las agrupaciones humanas establecieron acuerdos y pactos para evitar el uso arbitrario de la violencia. Además de los ordenamientos jurídicos de cada pueblo, se formó progresivamente otro conjunto de normas que fue calificado como jus gentium (derecho de gentes). A partir del siglo XVI, juristas, filósofos y teólogos se dedicaron a elaborar los diversos capítulos del derecho internacional, basándolo en postulados fundamentales del derecho natural. En este proceso tomaron forma, con mayor fuerza, unos principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los estados, y que tienen en cuenta la unidad y la común vocación de la familia humana.
Entre todos estos principios destaca ciertamente aquel según el cual pacta sunt servanda : los acuerdos firmados libremente deben ser cumplidos. Esta es la base y el presupuesto inderogable de toda relación entre las partes contratantes responsables. Su violación llevaría a una situación de ilegalidad y de consiguientes roces y contraposiciones, que tendrían repercusiones negativas duraderas. Es oportuno recordar esta regla fundamental, sobre todo en los momentos en que se percibe la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho.
La observancia del derecho. La Segunda Guerra Mundial llevó a una renovación profunda del ordenamiento jurídico internacional. La defensa y promoción de la paz fueron el centro de un sistema normativo e institucional actualizado ampliamente. Para proteger la paz y la seguridad global, los gobiernos crearon una organización específica al respecto: la ONU. Como eje del sistema se puso la prohibición del recurso a la fuerza.
El sistema elaborado con la Carta de la ONU debía haber preservado a “las futuras generaciones del azote de la guerra, que dos veces, en el arco de tiempo de una vida humana, ha infligido indecibles sufrimientos a la humanidad”. En los decenios sucesivos, sin embargo, la división de la comunidad internacional en bloques contrapuestos, la guerra fría en una parte del globo terrestre, así como los violentos conflictos surgidos en otras regiones y el fenómeno del terrorismo han producido un alejamiento creciente de las previsiones y expectativas de la inmediata posguerra.
Un nuevo ordenamiento internacional. Sin embargo, es preciso reconocer que la ONU, ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo.
Se trata de un significativo estímulo para una reforma que capacite a la ONU para funcionar eficazmente en la consecución de sus propios objetivos estatutarios, todavía válidos: “la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional”. Los Estados deben considerar este objetivo como una precisa obligación moral y política, que requiere prudencia y determinación. Renuevo a este respecto el deseo formulado en 1995: “Es preciso que la ONU se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una familia de naciones”.
La plaga funesta del terrorismo. La plaga del terrorismo se ha hecho más virulenta en estos últimos años y ha producido masacres atroces que han obstaculizado cada vez más el proceso del diálogo y la negociación. Sin embargo, para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse solo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Esta lucha debe realizarse también en el plano político y pedagógico: por un lado, evitando las causas que originan las situaciones de injusticia de las cuales surgen a menudo los móviles de los actos más desesperados y sanguinarios; por otro, insistiendo en una educación inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias. En efecto, la unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos.
En la necesaria lucha contra el terrorismo, el derecho internacional ha de elaborar ahora instrumentos jurídicos dotados de mecanismos eficientes de prevención, control y represión de los delitos. En todo caso, los Gobiernos democráticos saben bien que el uso de la fuerza contra los terroristas no puede justificar la renuncia a los principios de un estado de derecho.
Aporte de la Iglesia. Las vicisitudes históricas enseñan que la edificación de la paz no puede prescindir del respeto de un orden ético y jurídico, según el antiguo adagio: Serva ordinem et ordo servabit te (conserva el orden y el orden te conservará a ti). El derecho internacional debe evitar que prevalezca la ley del más fuerte. Su objetivo esencial es reemplazar “la fuerza material de las armas con la fuerza moral del derecho”, previendo sanciones apropiadas para los transgresores, además de la debida reparación para las víctimas. Esto ha de valer también para aquellos gobernantes que violen impunemente la dignidad y los derechos humanos con el pretexto inaceptable de que se trata de cuestiones internas de su Estado.
A lo largo de los siglos, ha sido relevante la contribución doctrinal ofrecida por la Iglesia a través de la reflexión filosófica y teológica de numerosos pensadores cristianos para orientar el derecho internacional hacia el bien común de toda la familia humana. En la historia contemporánea concretamente, los papas no han dudado en subrayar la importancia del derecho internacional como garantía de la paz, con la convicción de que “frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz” (St 3, 18).
La civilización del amor. Para instaurar la verdadera paz en el mundo, la justicia ha de complementarse con la caridad. El derecho es, ciertamente, el primer camino que se debe tomar para llegar a la paz. Y los pueblos deben ser formados en el respeto de este derecho. Pero no se llegará al final del camino si la justicia no se integra con el amor. A veces, justicia y amor aparentan ser fuerzas antagónicas. Verdaderamente, no son más que las dos caras de una misma realidad, dos dimensiones de la existencia humana que deben completarse mutuamente. Lo confirma la experiencia histórica. Esta enseña cómo, a menudo, la justicia no consigue liberarse del rencor, del odio e incluso de la crueldad. Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor.
¡No hay paz sin perdón! Lo repito también en esta circunstancia, teniendo concretamente ante los ojos la crisis que sigue arreciando en Palestina y en Medio Oriente.
Al principio de un nuevo año deseo recordar a las mujeres y a los hombres de cada lengua, religión y cultura el antiguo principio: Omnia vincit amor (Todo lo vence el amor) ¡Sí, queridos hermanos y hermanas de todas las partes del mundo, al final vencerá el amor! Que cada uno se esfuerce para que esta victoria llegue pronto. A ella, en el fondo, aspira el corazón de todos.