Recientemente, el Presidente Bush ha reiterado, ante la opinión pública norteamericana, la justificación de las invasiones y destrucción de Afganistán e Iraq, afirmando que resulta más ventajoso llevar la guerra a estos lejanos países que combatir a los terroristas en el territorio de la Unión Americana. Además, se ufanó no sólo de haber liberado a esos países, sino de haberles dado la posibilidad de gozar de la democracia, eligiendo libremente un Gobierno y aprobando una Constitución por representantes del pueblo. Causa estupor que el Presidente de los Estados Unidos pueda hacer abstracción de los miles de soldados de su ejército muertos y los centenares de miles de víctimas entre los no combatientes; ignorando las pésimas condiciones en que conviven los millones de sobrevivientes que carecen de lo elemental, no para disfrutar de la democracia sino de una vida normal.
La libertad política, esencial para la vida democrática, la conquista un pueblo luchando contra sus opresores. No es algo que un ejército invasor pueda otorgar a los vencidos, como si se tratara de alimentos o medicinas.
Toma de conciencia. La convivencia en democracia es algo más difícil de obtener. Se construye lentamente a través del tiempo con reformas que eliminen o minimicen la desigualdad social; requiere de una educación paulatina del pueblo para que adquiera conciencia del valor del autogobierno, y por esto es elemental de comprender que los Estados Unidos -ni con un millón o dos de soldados invasores protegidos por la más sofisticada tecnología militar- puedan dar a afganos e iraquíes lo que nunca han tenido en su historia.
Estos países no son ni siquiera naciones, sino grupos tribales que la codicia de los colonizadores occidentales -al final de la Primera Guerra Mundial, en 1918- reunió artificialmente y los maquilló de la manera más conveniente para obtener interlocutores válidos con los cuales suscribir contratos que les dieran acceso a los inmensos yacimientos petrolíferos. Hoy es evidente para todo el mundo que la guerra de Iraq no fue motivada ni por la dictadura de Sadam Husein ni por sus inexistentes armas de destrucción masiva, sino por la necesidad de Estados Unidos de asegurarse, en un momento de crisis, del control de una fuente de energía que está en vías de extinción.
Fantasma de derrota. Los asesores del presidente Bush podrán ser unos linces para hacer buenos negocios cuando hay guerras y se gastan millones de dólares en el esfuerzo bélico, pero son unos ignorantes -como la mayoría de los políticos de esa poderosa nación- de la historia, la cultura y la religión del resto de los pueblos del planeta. Por eso, el fantasma de la derrota en la guerra de Vietnam ha retornado con más fuerza a la memo-ria de los ciudadanos norteamericanos que ven con horror que, de nuevo, lo único que prospera es una escalada de violencia que de ninguna manera anuncia la victoria, y que los obligará a salir con el rabo entre las piernas de la trampa en la que se han metido.
Lo más grave es que, en las actuales condiciones del mundo, esa violencia creciente se extiende a ciudades y lugares alejados del Oriente Medio, creando tal crispación y temor, que únicamente encontrará su techo cuando alcance el nivel del uso de armas nucleares. Habremos llegado a una eventual destrucción de gran parte de la humanidad y será la victoria de la violencia y el suicidio de Occidente.