Siempre he querido escribir esta historia tal cual ocurrió, y hoy tengo el pretexto perfecto, así que si tienen un tiempito, échenle un ojo. En Brasil no solo tuvimos heroísmo en la cancha, dos años atrás. Hubo otro HÉROE, un tico solidario y desinteresado que se jugó la piel por casi 30 almas que estuvimos a punto de quedarnos varados en una congestionada autopista de Recife, en lo que habría sido una mueca dantesca del destino: estábamos en ruta a tocar la gloria en el Arena Pernambuco, y por una cadena de enredos que parecían una tragicomedia, apenas una hora y media antes de que se diera el pitazo inicial de Costa Rica contra Italia, el chofer de uno de los veintipico de buses que transportaban a los ticos que viajamos en el Jumbo de Destinos, se quedó atorado en una autopista que tomó por error, en el sofocante mediodía de aquel viernes 19 de junio.
Aquello era como estar en la caldera del infierno... con el cielo –nuestro cielo, el Pernambuco– a una hora de camino, según nosotros. Gran error de cálculo.
Mientras nos volvíamos locos de la desesperación encerrados en aquella esfera infernal desde la que se veían cientos de carros en una hilera inamovible que se perdía en el horizonte, supimos que la cosa podía ponerse aún peor. Los minutos pasaban y nadie quería pensar en la terrible posibilidad de que nos perdiéramos el partido, hasta que uno de los pasajeros, el único que hablaba portugués, le preguntó al conductor, un hombre regordete y sesentón al que se le paseaba el alma por el cuerpo.
--Com este tráfego como nós durou ao estádio Pernambuco?
--Ah , não sei ... cerca de três ou quatro horas.
¡Tres o cuatro horas!!! (Eso, para nuestra desesperación, sí lo entendimos todos)
Pero ya lo dice el dicho: cuando todo está mal, siempre puede volverse peor. Alguien se atrevió a hacer otra pregunta imposible: ¿había tele en aquel bus?
-- Não-- dijo el hombre mientras se encogía de hombros.
-- ¿Y radio?-- preguntamos, yo diría que ya casi al borde del llanto.
-- Não, nem-- (No, tampoco).
El mundo nos cayó encima. Estábamos ahí, en pleno Mundial, en pleno Recife, en pleno camino al Arena Pernambuco y todo presagiaba que tendríamos que pasar las dos horas del juego y más sin saber absolutamente nada del encuentro.
Pero entonces, la magia que una hora después se desplegaría en la cancha, pareció alcanzarnos cuando un héroe impensable nos habló de un plan B. Frenético, arriesgado, casi una locura. Pero Plan B al fin y al cabo. Y así fue como nació la historia de “DiCaprio, el héroe de Pernambuco”.
La cuasi tragedia que nunca trascendió
Con la euforia que se desbordó después de lo ocurrido en el juego contra Italia, todos los contratiempos quedaron atrás. Ignoro si acá se supo, ni siquiera recuerdo si lo escribí en algunas de las notas, pero la cadena de desaguisados de aquella mañana comenzó con un incidente grave, bastante grave si se toma en cuenta que pudo haber afectado el desenlace propio del juego.
Como había ocurrido en los juegos y eventos previos, los buses estuvieron a la hora prevista, 9:30 de la mañana, en las afueras de los respectivos hoteles. En Recife, a los coprotagonistas de esta historia nos había tocado un lindo hotel frente al malecón en el que también estaban hospedadas las esposas de los jugadores, encabezadas por Andrea Salas, la esposa de Keylor Navas y quien desde el momento en que llegaron al aeropuerto para abordar el Jumbo de Destinos, se convirtió en la guía de las demás.
Todo marchaba según lo planeado, los ticos nos íbamos acercando a los buses calmadamente, pues íbamos con buen tiempo. Hasta que alguien circuló tremenda noticia que pronto encendió las alarmas: las esposas de los jugadores habían bajado a desayunar juntas, como siempre, y mientras se servían el bufé dejaron en la mesa un estuche común en el que los resguardaban, todos sus documentos. Entre ellos, sus pasaportes y las entradas a los estadios. Cuando regresaron a la mesa, se llevaron la terrible sorpresa: algún ladronzuelo había hecho fiesta con sus cosas.
La noticia se corrió en segundos y en minutos reinaba el caos: mientras algunos urgían al hotel a revisar las cámaras de seguridad, otros opinaban (a los gritos) que el reloj avanzaba y lo urgente era llegar al estadio, pero entonces el frío de espalda: ¿Cómo iban a entrar los muchachos a la cancha si se iban a percatar de inmediato que sus señoras no estaban en los asientos asignados para ellas, muy cerca de una de las bancas de los equipos? También se pensó en comunicarle lo ocurrido al técnico Jorge Luis Pinto para que les dijera a los jugadores que las esposas no estaban en el estadio porque habían sido asaltadas, pero que su integridad física estaba intacta.
¿En serio? ¿Decirles eso a los muchachos a minutos de entrar a uno de los encuentros más importantes de sus vidas? ¿Antes de entrarle al partido que tenía a todo el país y a medio planeta en vilo? Por donde se viera, parecía no haber salida. Pero la hubo. La gente de Destinos se movió como pudo, consiguió las entradas, trasladó a las mujeres y esa parte se resolvió felizmente. Los trámites policiales podían esperar, pero al menos ellas tuvieron sus entradas y los muchachos no se percataron del incidente.
Pero en todo el jaleo, se perdió un tiempo vital para los demás. Se acercaban las 11 de la mañana, el bus nuestro tenía que pasar a recoger a dos grupos más a otros hoteles que quedaban en ruta, el guía de Destinos que llevaba nuestro autobús no aparecía por la entendible razón de que tuvo que irse a resolver la prioridad primera, el problema de las esposas de los futbolistas.
Básicamente a la deriva, Mauricio Cortés, gerente de Destinos y quien iba a cargo del bus que estaba adelante del nuestro corrió a zancadas hasta la puerta y me llamó desesperado. “¡Yuri hágase usted cargo de este bus, no tenemos a nadie, tiene que ayudarnos!” y sin más, me encajó un enorme gafete que me ubicaba como parte del “Staff”.
Con Yuri Lorena Jiménez, autora de este artículo.El elegante guindajo no había tardado en acomodarse veleidosamente en mi pecho cuando me percaté que, de rebote, me habían caído una cadena de broncas encima, desde los aficionados iracundos –con toda la razón-- que me exigían irnos directo al estadio y no pasar por los otros hoteles, hasta los que abogaban por no dejar a los coterráneos botados aunque llegáramos tarde al estadio, eso sin contar los madrazos, gritos y enfrentonazos entre unos y otros, los que supuestamente yo tenía que dirimir mientras, a mi tiempo, trataba de entender por qué el pinche chofer seguía masticando calmadamente algo que parecía ser maní y no hacía por donde arrancar la unidad.
11 y 15 a.m.... el saperoco en lo más y mejor y yo con mi flamante camiseta de Brasil y el carné de periodista ya a esas alturas escondido en alguna parte de mi anatomía, sentía que me iba a dar un infarto múltiple a sabiendas de que mi decisión podría afectar a aquellas 30 almas totalmente fuera de sí.
En eso, ya con las puertas del bus cerradas y el motor arrancado –mas no en marcha--, un muchacho vestido con la camiseta tricolor tocó frenéticamente la puerta. A aquellas alturas en lo último que pensé fue en revisar la lista que me endosó Mauricio Cortés, junto con el ardiente churuco, y le dije por señas al chofer que abriera la “fucking” puerta y a gritos al muchacho: “¡Suba suba, está todo mal, si la salida era a las 9 y media cómo va a llegar a estas horas, hágale, acomódese atrás!”.
El pobre se tragó el regaño de bienvenida y, sin imaginarse lo que estaba pasando, subió a lo que muy pronto descubriría, era un viaje con tiquete al infierno.
En un minuto lo pusieron al tanto, mientras yo trataba de entenderme con el conductor en un portuñol que (oh extraña casualidad) sí me había funcionado perfectamente en las fiestas o en los bares de Brasil.
11 y 25 a.m.... aquello era de locos. Me paré como energúmena y les ordené a todos que se callaran y se sentaran; acto seguido pregunté (a los alaridos, y ya era como la décima vez) si “al chile” nadie hablaba algo más de portugués que yo. El inglés, dicho sea de paso, básicamente no existe como forma de comunicación en ese país.
El recién llegado levantó la mano, aterrado de todo lo que estaba viendo y oyendo, y de que le iba a tener que hablar a la loca que lo subió al bus casi a empellones.
--Yo hablo portugués perfecto
En ese momento, lo juro, pude oír los acordes del Angelus. Por segundos, pero algo así pasó. Fui al fondo del bus, lo agarré de la camisa y lo confronté con el chofer. En 30 segundos supimos lo ocurrido: el chofer asignado originalmente a esa unidad era de Recife, este no; él era de otra ciudad y no conocía absolutamente nada de Recife, lo habían llamado en la madrugada para el relevo porque el conductor titular estaba fuertemente enfermo de un virus, y no se movía porque estaba esperando que llegara un ayudante que iba a enviar la compañía “en cualquier momento”.
Con los segundos contados le dije a aquel ángel recién caído del cielo que agarrara el radio de comunicación y les explicara a los administradores del transporte lo que estaba ocurriendo. Terminó de hablar y se dirigió a mí y a todo el bus: “Van a mandar a otro chofer para cambiar a este, pero dura como media hora”.Interminable contar todo lo que pasó en ese lapso. Las 12 mediodía se acercaban peligrosamente, el calor de viernes era insoportable, el tráfico ya se adivinaba tremebundo... y nosotros estábamos varados esperando a que llegara el otro transportista.
En ese rato le pregunté el nombre al muchacho, me dijo que se llamaba Jerry; empecé a consultarle en qué hotel se hospedaba y en cuáles había estado en las otras ciudades, más que todo haciendo conversación.
Como a la tercera pregunta, me miró fijamente y me dijo: “Vea, le voy a decir la verdad. Yo llevo varias semanas en Brasil, me vine como pude, pasé como por cuatro países porque com escalas sale más barato todo, ando básicamente de mochilero y para llegar a los estadios siempre busco un bus que lleve ticos, donde me ven con la camiseta me dejan subir. Yo no vengo en el Jumbo de los ticos, yo ando por mi cuenta, básicamente soy un polizón en este bus”.
Me quedé patitiesa. Solo atiné a abrazarlo y a darle las gracias por haberse atravesado en el camino, y le dije que no le contaría a nadie lo de su jugada de polizón.
Llegó el chofer, se hizo el trasbordo, el bus arrancó, decidimos no pasar por los otros hoteles (luego supimos que aquellos grupos se habían ido por sus medios a las 10 pasadas, cuando todavía tenían tiempo para llegar al Pernambuco sin drama).
Finalmente, ya enrumbándonos (según nosotros) pude pararme al pie del pasillo y gritarlo: “¡Ahora sí, nos vamos para el Pernambuco, hijueputas!”.
Y aquello fue un aplauso total, nos abrazamos, nos devolvimos los peluches, los enfrentonazos quedaron atrás y todos fuimos uno con el grito de guerra a todo meter, “Ooooh eeeeeh, Ooooh eeeeeh, Ooooh eeeeeh, Ooooh eeeeeh ¡Ticooooosssss! ¡Ticooooossssss!”
Hasta que nos percatamos de que en 15 minutos, no habíamos avanzado ni una calle. Y fue donde vino el diálogo con el chofer (quien era casi un émulo de su antecesor), el que calculó que duraríamos tres horas en llegar al estadio. Yéndonos bien. Tres horas. El juego era a la 1. Eran ya casi las 12:20 de la tarde...
El todo por el todo
Ahora sí, volvemos donde todo empezó, en el arranque de este texto, encerrados en el bus, com más de 35 grados de temperatura, atorados en la peor presa que habíamos visto jamás... El maldito reloj avanzaba ¡ese sí que avanzaba!
Fue entonces cuando cinco o seis de los pasajeros se vinieron resueltamente a la parte delantera y exigieron al chofer que les abriera la puerta. Ya como traductor estelar, Jerry les dijo que el conductor se negaba a hacer eso, que era peligroso, que una multa... entonces la cosa se puso peliaguda.
--“Dígale que nos abra o le rompemos las puertas a patadas”.
Jerry no tuvo que traducir dos veces. En el ínterin, les dijo a los muchachos: “No tienen forma de llegar a tiempo, excepto una: hay moto-taxis, no son caros y los maes son muy audaces, solo que van sin casco y todo, es peligroso, ellos van serpenteando por la pista o toman atajos, a eso se dedican”.
Los muchachos se llenaron de adrenalina ante lo que iban a hacer y salieron del bus pegando una suerte de gritos de guerra, mientras los otros 25 que quedábamos nos hundíamos en la desolación.
--Jerry... ¿al chile no habrá alguna forma de llegar?, le dije.
Obviamente el moto-taxi no era una opción, pues aquello era solo para veinteañeros casi suicidas. Fue entonces cuando Jerry dijo las palabras soñadas: “Bueno, creo que podemos intentarlo, hay que cruzar a pie parte del centro, son como dos kilómetros en medio del área de mercados, luego se coge un bus que hace un trayecto corto, ese nos deja en el Metro y ya el Metro nos deja en la parada de buses de FIFA, a un par de kilómetros del estadio. Luego agregó, solo para mis oídos: “Lo que pasa es que veo que hay gente mayor, y unos cuantos bien pasaditos de peso. Hay gente de la tercera edad en el grupo... ¿nos la jugamos?”.
No me dio tiempo de contestar.
Cruzar miradas entre todos y abandonar el bus, fueron uno solo.
Una vez que salimos de la pista, Jerry espetó unas instrucciones básicas, pero lo que dijo al final todavía resuena en mi memoria y me dan ganas de llorar.
--“¡Nadie se queda atrás, vamos juntos, o llegamos todos al estadio o no llega ninguno!”
Y entonces, tal cual veríamos un rato después a nuestra gloriosa Selección, todos sacamos un ímpetu inaudito, una fuerza interior increíble y nos mandamos a la aventura.
Para aquel momento, como ocurrió después del primer juego contra Uruguay, los ticos no podíamos movernos en Brasil sin que nos asediaran con gritos de apoyo, se tomaran fotos com nosotros o nos intercambiaran lo que fuera que tuviéramos con distintivos de la Sele, así de enamorado estaba el planeta de la Cenicienta (y los cenicientos del Mundial).
Así que a lo largo de la carrera envueltos en banderas tricolores (sí, porque corrimos, corrimos como 'Forrest Gump', hasta el que no tenía aliento e intentaba parar era 'remolcado' por el que iba a su lado) recibíamos las miradas extrañadas de la maravillosa gente de pueblo en las populosas calles. Nos aplaudían y nos gritaban que 'Viva Costa Rica' por lo que estábamos haciendo en el Mundial, pero nosotros lo capitalizamos como si fuéramos en una competencia vital y tomamos esos gritos para nuestra propia gesta del momento.
Y corrimos, corrimos por en medio de un populoso mercado, a nuestro paso vimos volar unas gallinas para la venta que estaban en un corral, llegamos al primer bus, pagamos con billetes a falta de monedas y por supuesto, sin esperar el vuelto, y finalmente nos encontramos en el Metro. La mayoría nunca había subido a este medio de transporte y entonces Jerry, una vez más, tomó la delantera, nos contó uno por uno, pidió el número de brazaletes exactos, pagó de su bolsa los que pudo y el resto lo pagamos de nuevo, com el primer billete que encontrábamos.
Ya en el Metro. Faltaban 10 minutos para la 1. No podíamos respirar. Estábamos absolutamente empapados. Había que transitar unas 8 estaciones. Lo justo para recuperar el aliento y las esperanzas. ¡Estábamos muertos, sudados como si nos hubieran manguereado, habíamos perdido hasta la dignidad en el camino –como les pasó a quienes no aguantaron los zapatos y corrían por medio Recife en medias–! ¡Pero, ahora sí, estábamos a solo 8 minutos de los buses de FIFA!
Cuando pude hablar, avancé en el vagón hacia Jerry. Entonces lo abracé, llorando. Yo sabía que él se había subido al bus equivocado, y sabía perfectamente que pudo haberse bajado 10 minutos después, cuando vio la clase de cataclismo que nos teníamos. Él, que viaja con poco, que así ha recorrido buena parte del mundo (en Brasil había estado unos años antes, por varios meses, de ahí que se supiera el idioma y demás al dedillo), prefirió arriesgarlo todo y hasta quedarse sin ver el partido por consideración a una treintena de ticos a los que nunca había visto en su vida.
No nos dijimos mucho.
Pero entonces yo tomé el liderazgo de nuevo, solo que esta vez con la gallada eufórica, para pedirles que se acercaran cuanto pudieran: “Les voy a decir algo que los va a conmover hasta la médula. Este muchacho, Jerry Alexander Quirós, no es uno de los nuestros. No venía en el Jumbo, nunca nos había visto. Se subió al bus en busca de un ride al estadio y, a pesar de eso, se comió la bronca y por él estamos aquí. ¡Es más! Desde hoy, para nosotros, Jerry será nuestro DiCaprio, solo que no del Titanic, es el DiCaprio del Pernambuco porque nos salvó a todos!”.
Sobra decir lo que fue aquello. Más cuando los brasileños que iban en el Metro, la mayoría de extracto sumamente humilde, celebraron com nosotros los gritos, las vivas, toda nuestra euforia, nuestros abrazos y besos a Jerry. Sin saber exactamente por qué, ellos se plegaron, felices, a nuestra contentera.
Y entonces, mientras llegábamos a nuestro destino, todos desfilamos en pos de una foto con nuestro paladín.
Ya en las inmediaciones del coloso no había mayor tiempo para las despedidas. El árbitro chileno Enrique Osses habría dado el pitazo inicial unos minutos antes. Aún así, Jerry se tomó un tiempo más para decirles a los que iban más desorientados por dónde estaba su gate.
Una media hora después, Bryan Ruiz nos dio el pase a la gloriosa segunda fase con su golazo de cabeza, y las intenciones de reencontrarnos com DiCaprio en las afueras del estadio se esfumaron.
Tiempo después, lo encontramos en Facebook. Le ofrecimos una fiesta de agradecimiento. Como buenos ticos, dos años después, todos nos hemos ido enredando en nuestras propias faenas, volvimos a nuestras rutinas y la intención de la fiesta quedó en eso, en puras buenas intenciones.
Espero hoy, dos años exactos después, hacerle los honores a Jerry Alexánder Quirós, quien nos ofreció su propia lección en el hoy venerado Brasil 2014: que todavía hay gente capaz de pensar en los demás antes que en ellos mismos. No importa a qué precio.
Mil gracias por todo y tanto, titán. Espero que te encontrés muchos “DiCaprios” en tu vida de trotamundos.
Así sea.