A los siete años, Carlos Rodríguez dejó de ir a la escuela por que sus compañeros se burlaban por que él no tenía zapatos.
Hoy, 49 años después, este hombre nacido en Santa Cruz de Turrialba, es la piedra sobre la que se levanta la nueva etapa del autódromo La Guácima.
Exitoso en los negocios y apasionado piloto de carreras, Rodríguez revivió una pista en peligro de extinción.
Hace poco menos de un año el turrialbeño cumplió su sueño de rescatar a La Guácima del abandono, y ofrecer a pilotos y aficionados un lugar donde “matar” la fiebre por los motores.
Pero, para valorar la realidad de tal hecho, es necesario conocer el camino que transitó Rodríguez desde su infancia.
La lechería
Hijo de María Inés y Miguel, Carlos fue el quinto de 22 hermanos nacidos en las montañas de Santa Cruz.
Apenas con siete años, Rodríguez decidió salirse de la escuela para ayudar a su padre.
“Llegaba a estudiar y me molestaban porque no tenía zapatos. Era orgulloso y no volví más”, dijo Carlos Rodríguez.
Tras dejar los estudios, el pequeño se fue a Paraíso de Cartago, donde comenzaría a trabajar en la finca lechera “El Cerro”, del “finado” Adrián Collado.
“Me levantaba a las 3 a. m. para ordeñar vacas. Eran 25 por la mañana y 25 por la tarde. Me ganaba como ¢18 a la semana”.
En la finca, Rodríguez ordeñó, pastoreó y “voló cuchillo”.
“Yo tenía que ayudar a mi papá. Lo que él ganaba no era suficiente para todos. A pesar de nuestra pobreza, eramos muy ricos espiritualmente”.
A los 19 años, cuando murió su padre, Rodríguez viajó a San José por recomendación del tío Paco , quien le consiguió trabajo en el Telar Saprissa.
“Estuve de operario en una máquina de hacer hilo”.
Sobrino de Monseñor
Debido a que no pasó del tercer grado, Carlos tenía pocos conocimientos sobre leer y escribir.
Fue leyendo La Nación como terminó de aprender a leer, “me la leía día y noche para conocer palabras y formas de expresarme”.
En el periódico Rodríguez se dió cuenta sobre un trabajo para vender biblias.
“Las vendí por montones a la gente de Los Yoses y de lugares con alto poder económico. Mi secreto fue conocer el producto; me sabía la biblia de memoria y entonces las señoras se impresionaban cuando yo se las presentaba”.
Otro de los secretos utilizados fue hacerse pasar por el sobrino del Monseñor Carlos Humberto Rodríguez, “ya que así me dejaban entrar en las casas”.
Gracias a los ingresos de las biblias el joven pudo enviar más plata a su madre.
“Recuerdo que mi primera clienta fue Matilde Crespo. Ella me dio ánimo y sólo en el primer día me compró 12 biblias a ¢400 cada una”.
Fue tal su éxito, que pronto lo contrataron para vender revistas, entre ellas Buen Hogar , Mecánica Popular y hasta la Playboy .
Pero, luego de algún tiempo Rodríguez volvió al comercio de biblias, donde su carisma y éxito la abrieron las puertas para ir a los Estados Unidos.
Inglés en 15 días
En el país del norte el tico tuvo un problema con su jefe, y se fue a probar suerte a una distribuidora de vehículos Ford en Los Ángeles.
“Ellos me dijeron que si en 15 días no vendía un auto por no hablar inglés, entonces me iba”.
Gracias a su ingenio, Rodríguez tardó tres meses en ser nombrado gerente de ventas, a pesar de llevar un diccionario en mano a la hora de negociar.
“Recuerdo que en 1975 fui nombrado el mejor vendedor de California. Todo iba bien, pero yo quería volver a Costa Rica”.
Luego de ahorrar un dinero, Rodríguez regresó al país para trabajar como vendedor casas del Grupo Cariari, que iniciaba el proyecto de urbanización.
La habilidad de Rodríguez lo llevó a la gerencia de ventas, y poco después a formar parte del grupo de accionistas.
Fue en los bienes raíces donde el turrialbeño encontró su forma de ganarse la vida.
“Yo me dedico a comprar y vender terrenos, además de que tengo la Constructora Cariari”.
Fiel a la humildad con que nació, Rodríguez asegura que los secretos de sus triunfos son el amor a la familia y la fidelidad a Dios.
“Cuando era niño, y eramos muy pobres, mis padres siempre me dijeron lo mucho que me querían y me enseñaron a querer a Dios. Desde entonces he sido feliz en todo lo que hago”.
En La Guácima
Conforme crecía su éxito, en Rodríguez nacía una pasión que hoy lo ha convertido en figura del automovilismo nacional.
La velocidad y los autos deportivos –de los cuales tiene varios– son el pasatiempo de este hombre, quien también practica el tenis.
“Siempre me gustó correr, pero de forma responsable. Es algo que uno trae y tiene que dejar salir”.
A los 56 años, el empresario ya suma más de diez temporadas como piloto, y hace menos de un tomó las riendas del autódromo La Guácima.
“No podía creer que la pista se convirtiera en un proyecto de viviendas; creo que es un lugar para diversión de los miles de fanáticos que tiene el país para los deportes de motor”.
Sin mostrar un ápice de conformismo, Rodríguez espera que el circuito se convierta en uno de los mejores de Latinoamérica.
“Tenemos la Copa Yaris, el campeonato de automovilismo, piques, carreras de motos y seguiremos creciendo. Yo nunca me estanco, siempre quiero ir un poco más allá”.
Con esta forma de vivir, que lo sacó de la pobreza, Carlos Rodríguez Vargas personaliza a todo aquel cuya convicción lo hace un triunfador, y que tiene muy claro un principio: “querer es poder”.