El solo acontecimiento de dejar ir una ventaja de tres goles, entregar el boleto a semifinales ante un rival inferior como la Roma (cuarto en Italia a 21 puntos del líder Juventus, ayuno de títulos locales desde hace 17 años y carente de Orejonas), es una humillación para un equipo como el Barça, pero hacerlo traicionando su propio ADN es lo más vergonzoso.
Aquel equipo catalán que amedrenta a sus rivales, los mueve para donde quiere, los mete en su propio campo, los presiona y contra presiona para adueñarse de la esférica y termina con una posesión del balón superior al 60%, no se vio ni de casualidad en la vuelta de los cuartos de final.
Todo lo contrario, esta vez los blaugranas fueron el ratón hostigado, perseguido y temeroso ante un gato, o mejor dicho, una Loba furiosa que se los comió. Las claves: no permitir una salida clara desde el fondo con una presión alta, pegajosa y asfixiante, orden para aislar a Andrés Iniesta, disciplina para tener superioridad con Lionel Messi y dejar a Luis Suárez corriendo siempre en desventaja.
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Vamos a los números para ser aún más concretos: los culés promediaron una posesión del 62% en sus nueve encuentros previos del certamen europeo y seis remates directos cada 90 minutos. Contra la Roma la posesión fue del 55%, superior a los locales, pero de manera engañosa porque Gerard Piqué fue quien más tocó la redonda. Mientras que en intentos al arco solo tuvieron tres.
Un hecho histórico, casi tanto como el de los romanos al ser los terceros en reponerse de una desventaja de tres goles en la Champions, fue ver al Barcelona lanzando pelotazos a cualquier lugar ante la impotencia que reflejaban y al no encontrar soluciones y menos a sus principales figuras.
El color celeste del uniforme confundía al observar el juego en el Estadio Olímpico y era necesario ver con atención si realmente era el Barça el equipo que no podía hilvanar, realizar transiciones largas de ocho o más pases y que tenía a un delantero (Suárez) corriendo sin sentido.
Como amante del fútbol de elaboración, pases en corto, sociedades que ganan terreno y desgastan al oponente, sin importar el club que apueste a esto, fue una desilusión observar la propuesta de Ernesto Velverde y peor aún su nula reacción.
Es una realidad que en frío y desde la comodidad de una silla en la redacción todo se ve muy sencillo, pero desde el minuto seis era evidente que el Barcelona estaba destinado a sufrir y hasta consignar un ridículo si no ajustaba. No obstante, Valverde no modificó nada, fue hasta el minuto 81, con el 2 a 0 en contra, que buscó cambios.
Absurdo pensar que Ousmane Dembelé ingresara hasta en el 85′ con el 3 a 0 y más aún que la primera variante fuera André Gomez (81′) y no Paulinho, cuando lo que pedían a gritos los azulgranas era ayuda para marcar, sostener el balón y permitirle a la defensa descansar con la redonda.
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Claro está que Eusebio di Francesco y los romanos tienen mucho mérito, sería injusto decir lo contrario, aunque el Barcelona no mostró ni un 20% del fútbol que los llevó a la cúspide en una temporada de récord (38 juegos sin perder en liga).
Perder y quedar fuera de la Champions League era una opción que ni el más ferviente seguidor de la Loba veía como factible. Para los fanáticos blaugranas imagino que el duelo en el Olímpico era un mero trámite, aunque ninguno se imaginaba que el Barça iba a estar dispuesto a traicionar su ADN y casi dispararse en un pie con una ejecución timorata y vana, contraria a su esencia y su obligación por el legado que defiende.
Pasaron 34 años para que Roma volviera a una semifinal de Champions, el imperio romano intenta levantarse de a poco y para hacerlo pasó por encima del Barcelona más funesto de la última década.