El talento lo tiene. La gambeta, el desequilibrio, el pique, la pelota atada al pie, la conducción, la velocidad, la definición. Quizás menos fuerte, pero más escurridizo, a Messi no lo alcanzan las patadas que Maradona soportaba.
Messi incluso es capaz de calcar cualquier gol de Maradona. Capaz de tomar la pelota en el medio campo, desparramar en el camino a todos los oponentes, eludir la barrida, zafarse del agarronazo, correr unos 55 metros en 11 segundos, eludir al arquero y definir, duplicó el mejor tanto del exídolo. Que haya sido contra el Getafe en la liga española no le quita méritos en un tú a tú con el anotado por Diego Armando sobre Inglaterra en México 86.
Messi es igual o mejor, pero nunca será Maradona.
Lo compruebo en primer plano, a todo color, enfocado por las cámaras de Rusia 2018, cabizbajo, escondido, callado. Su gesto, una vez que levantó la cabeza, no era mejor que la mirada clavada en el piso; propio de un pésame, capaz de igualar a la mejor María Magdalena, poco favor le hizo a Argentina.
Pensará usted que describo el final del encuentro, la eliminación, el consumado 4 a 3 ante Francia, cuando se trata en realidad del ídolo nada inspirador justo después del 3 a 2, a falta de media hora para el final del juego. No imagino a Maradona con semejante pose derrotista. Me lo figuro gritando, puteando (perdone usted el castellano), metiéndole coraje al resto de compañeros, enfadado, pidiendo la pelota para mover de inmediato, con la confianza de un no pronunciado “esto yo lo empato”. Messi, en cambio, tenía cara de “estamos perdidos”.
“Que no jodan más con lo de líder, el pibe no lo es”, argumentó el mismo Maradona hace unos días en defensa de Messi.
Quizás tiene razón Maradona por una vez en la vida, en medio de su viciosa carrera, llena de frases y actuaciones disparatadas, esa colección de repugnantes escenas que van de lo penoso a lo grotesco, de lo enfermizo a lo insulso. Messi no tiene el coraje. Y punto.
Se lo imaginan con la mitad del carácter del Cholo Simeone. Si a puro fútbol comanda increíbles jornadas, inimaginables remontadas (sobre todo en el Barcelona), con un poco de valiente liderazgo convertiría a sus equipos en invencibles, avasalladores, detestables y egoístas ganadores.
Personalidad aparte, Sampaoli tampoco le ayudó en lo futbolístico. Lo sembró por el centro del ataque, donde abundaban los franceses y escaseaban los pases con ventaja. Dejó en la videoteca el Messi azulgrana, desbordante por los costados, el de las diagonales y las vertiginosas galopadas en el último tercio de terreno.
Maradona —al que repudio más de lo que admiro— se habría sacudido, habría bajado, la habría pedido. Messi, en ocasiones parado, quizás obediente, quizás anémico de liderazgo, quizás acostumbrado a dejarle ese lío a Iniesta, comprobó una vez que no es Maradona. Jamás lo será (para bien y para mal).