Después de las derrotas de Trafalgar, Berezina y Waterloo (las tres palizas bélicas que tuvo que digerir Napoleón), era imperativo que Francia viese la toma de decisiones dramáticas y radicales en los mandos mayores.
Habiendo caído masacrado ante Guadalupe, Alajuelense y Herediano, resultaba crucial hacer un poco de ruido en Saprissa, “hacer que se hace”, decretar algunos cambios, proyectar la impresión de que el equipo seguía en control de sí mismo, que su líder estaba consciente de sus falencias, que no le temblaría la mano para hacer los reacomodos necesarios a fin de reencontrar algo que remotamente se asemejara a la eficiencia.
Un poquillo de escándalo mediático y fabricar una imagen de junta directiva severa, dinámica y reactiva ante la catástrofe. Como dice Lampedusa: “Es preciso que todo cambie… para que todo siga igual”. Pura pantalla, pura cosmética, pura payasada, puro teleteatro.
Y fue así como a Juan Carlos Rojas se le ocurrió hacer de Evaristo Coronado el chivo expiatorio de la crisis. Evaristo fue destituido. Con toda la carga de deshonor y humillación que este término connota. Destituido en el momento más negro del campeonato, de lo cual se desprende una tácita, no formulada, pero no por ello menos directa impugnación: si Saprissa no funciona, ello ha de ser por culpa de Evaristo. Una decisión inelegante, carente de clase y de tacto, indigna, inmerecida, inoportuna, ignominiosa, profundamente humillante.
Es posible que la destitución se hubiese fraguado antes de Trafalgar, Berezina y Waterloo, pero se hizo pública en mitad de la desbandada del ejército diezmado. Fue el peor momento para deshacerse de Evaristo. Él, un caballero, un príncipe, un aristócrata del fútbol, el hombre que jamás vio una tarjeta roja. Para quienes lo queremos, admiramos y respetamos, esto fue una bofetada, un insulto. Y para variar, una falta de delicadeza y humanidad de Juan Carlos Rojas.